El Amor a una Mujer

   
 


 

 

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La gente no suele creer en los flechazos, sin embargo, es cierto que existen. Jesús Redondo sabía lo que era, le ocurrió muchos años atrás. Casado con una buena mujer y padre de dos hijos, llevaba una vida monótona. No obstante, aunque quería mucho a la mujer con la que llevaba casado doce años, no era ella la que había encendido la llama del amor a primera vista. Sino una muchacha que conoció en el instituto muchos años antes. Fue verla aquel día y sentir como un hierro al rojo vivo le atravesaba el pecho dejándolo clavado en el sitio.

          Habían pasado veinticinco años, pero aún recordaba su imagen como el primer día. La muchacha tenía el pelo de un negro tan oscuro que tenía reflejos azules y lo llevaba largo hasta los hombros. Sus ojos eran azules, su nariz ligeramente respingona, sus labios carnosos y bien dibujados y su piel era blanca como la leche. Además, tenía una gran cantidad de pecas en las mejillas que a sus ojos la hacían muy atractiva. Era alta y algo flacucha, pero, ¿quién no lo es con trece años?

          Ese recuerdo lo perseguía, aunque era intermitente. Algunas veces, se escondía durante un tiempo en la maraña de esos recuerdos casi olvidados. Volviendo a aflorar con fuerza, casi invadiendo sus pensamientos tiempo después. Entonces, empezaba de nuevo un período en el que ese recuerdo era casi permanente. Insuflándole un sentimiento de vacío. De una vida perdida. Esos momentos eran tan intensos que llegaba a dolerle el pecho. Y el recuerdo de la muchacha se hacía más presente.
 
          Sabía que su vida no cambiaría, ya era tarde para ello. Si se empeñaba podría cambiarla, pero tenía que sacrificarse para no perjudicar las tres vidas que se entrelazaban con la suya. Así pues, en silencio, sufría ese vacío. Algunas veces pensaba, ¿qué habrá sido de la bella muchacha? Con la edad que tenía, cerca de cuarenta años, era muy probable que estuviera casada y fuera
madre de familia. Eso le dolía. Hubiera querido ser él, el marido, el amante, el único...
Un día, casi sin querer, comenzó su búsqueda. En varios periódicos de tirada nacional puso un anuncio. Lo tituló:
 


Busco a Marta Viriana desesperadamente.

Busco a Marta Viriana, nació el 26 de mayo de 1970, vivía en la calle San Marcial nº 33, en Toledo. Fue al instituto Blas de Otero y jugaba al baloncesto. Kimy.
 


         Había firmado el anuncio con un alias, no se había atrevido a firmarlo con su nombre verdadero. Se había preguntado: ¿cómo se lo tomaría si el anuncio llegaba a sus manos? Y es que, con la relación de amor-odio que habían llevado no estaba seguro que ella quisiera ser encontrada. ¿O quizá sí?

          El tiempo pasó, treinta días, y no hubo respuesta. Decidió renovar el anuncio un mes más y no se equivocó. Tres días más tarde recibió una carta. El remitente, anónimo, le mandaba un mensaje bastante escueto.
 
Si llama al 925 284 197, es probable que su familia pueda darle noticias de ella.
 
Releyó la carta hasta tres veces. Después, se quedó con ella en las manos, la mirada perdida. Una lágrima resbaló por su mejilla. Al fin tenía un contacto.
 
          Los primeros días no se propuso llamarla. Llevaba la carta en la cartera y la releía constantemente. En el trabajo, dejando de lado lo que tenía entre manos. En la calle, donde se paraba, abría la cartera, sacaba la carta y se ponía a leer sin importarle lo que pudiera rodearlo. En su casa se encerraba en el baño, pues no quería que su mujer se diese cuenta y de ese modo no hacerle daño. No porque fuera a engañarla, no. Él solo quería tener noticias de la muchacha, saber en qué se había convertido y si llegaba el momento, hablar con ella.

          Pasado un tiempo comenzó a ver, como si de una aparición se tratara el número de teléfono y se obsesionó con él. Le rondaba por la cabeza a todas horas. Hasta que reventó. Cogió su móvil y marcó ese maldito número. Mientras oía los tonos de llamada estaba confuso, inseguro. No sabía lo que iba a desencadenar. ¿Trastornaría su vida? ¿Y la de ella? ¿Tendría vuelta atrás? Se aferraba a la distancia, con cerca de setecientos kilómetros de por medio no debería haber problemas. De pronto, una voz de mujer mayor rompió sus pensamientos.
      
      – ¡Dígame...!
      – ...
Jesús no se atrevió a contestar.
      – ¡Hola!, ¿hay alguien?
Sabía que tenía que decir algo, se armó de valor y comenzó a hablar.
      – Buenos días.
      – Buenos días, dígame...
      – Usted no me conoce, me llamo Jesús Redondo y es muy probable que mi nombre le suene a chino.
      – Así es en efecto, ¿para qué llama, qué quiere?

Jesús no quería contarle toda su historia a la buena mujer, seguramente la madre de la muchacha. Entonces, le contó una historia que llevaba algunos días ideando por si se decidía a llamar.
      
      – Soy un antiguo compañero de instituto de Marta. ¿Es su hija, verdad?
      – Sí, ¿y...?
      – Pues hace varios días me encontré con otro antiguo compañero - añadió un nombre para dar veracidad a su relato -, Emilio, era un chico fantástico. Estuvimos un rato recordando al grupo de amigos de la época y el nombre de su hija salió a relucir. Entonces, pensé que podría buscarlos, si bien no a todos, al menos a algunos. Como no sabía como encontrarlos puse un anuncio en un diario y unos días más tarde recibí contestación. En la carta sólo dejaban este número de teléfono y añadían que eran familia de Marta.
      – ¿Lo que quiere es encontrarla?
      – Pues sí.
      – Comprenderá que no puedo darle la dirección de su domicilio a un desconocido.
        – Si no soy ningún desconocido, fuimos al mismo instituto, el Blas de Otero, durante tres años.
      – No sé - dijo la mujer, ahora, al oír el nombre del instituto dudaba -, aún así, no puedo. ¿Lo entiende?
      – La verdad es que no. Si teme que pueda hacerle daño, desengáñese, vivo bastante lejos. Además, no busco a hacerle nada, sólo quiero saber qué ha sido de ella.
      – A pesar de todo siento no poder darle esa información. Quizá Marta no quiera hablar con usted.
      – Quisiera, al menos, un teléfono donde poder contactar con ella. Puede que su móvil... – dijo con un tono de voz muy suave.
La mujer se ablandó, el hombre era educado y no la obligaba a nada, pasados unos segundos de silencio, dijo:
      – Le daré el número de su móvil, ¿puedo confiar en usted?
      – Por supuesto – contestó Jesús al ver que conseguía su propósito.
      – Anote antes de que me arrepienta.
      – Sí, dígame...
                                                                    

 
 

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