El viejo estaba como todos los días en su tienda.
Era un local de semi sótano donde nunca entraba la luz del sol. Un cartel en la calle advertía de su presencia,
Relojería Dionisio Amaro. De repente, todos los relojes
colgados en la tienda cobraron vida y empezaron a sonar.
Campanadas, carillones y sonidos más modernos se
dejaron oír anunciando las once de la mañana. Su
ayudante, el joven Marcos, se levantó de su silla.
– Voy a desayunar, ¿quiere venir conmigo, Dionisio?
– No hijo, tú sabes bien que no desayuno, ve tú solo.
El chico salió y se hizo el silencio en la tienda. El viejo
miró a su alrededor y su mirada terminó cayendo sobre
sus manos. Estaban arrugadas y tenían un leve temblor.
Pensó que se había hecho viejo y que era tiempo de
traspasar el negocio. No tenía descendencia, pero el joven
Marcos se haría cargo de la tienda, tenía el amor a los
relojes en la sangre. Estaba orgulloso de él.
De pronto, su mirada cayó sobre un reloj de
bolsillo a través del cristal del mostrador. Estaba al lado
de su mano. Era un viejo reloj de bolsillo. No estaba a la
venta, sino que lo tenía en la vitrina para poder verlo y así
recordar…
El hombre. Nunca volvió a verlo. Llegó una tarde, era
casi la hora del cierre…
– Buenas – dijo con un acento que delataba claramente
su procedencia francesa –, necesito que me repare un reloj.
Dijo eso y depositó sobre el mostrador aquel reloj de
bolsillo. Tenía el cristal rajado. Dionisio lo cogió y lo estuvo
observandolo detenidamente. Después, miró a su dueño. Tenía
un extraño bigote, muy largo y redondeado en las puntas.
Vestía un traje a cuadros salido directamente de finales del
siglo XIX y sobre su cabeza reposaba un sombrero a juego.
Dionisio se quedó perplejo por el atuendo del cliente, pero
le dijo que le repararía el reloj. Entonces, le pidió su nombre
para hacerle el recibo y viendo que no lo entendía, le pidió
que él mismo lo escribiera. El hombre se ejecutó.
Ahí lo tenía, lo había sacado del cajón y aunque el
papel estaba ligeramente amarillento, se podía leer
perfectamente su nombre: François d’Entremont.
Lo releyó hasta tres veces y la mirada del anciano volvió a
caer sobre el viejo reloj. Era un modelo de lo más corriente,
la carcasa era de un latón muy brillante, al igual que las
agujas. La esfera era blanca sin más inscripción que los
números del uno al doce con un pequeño punto negro entre
ellos.
Su mente voló hacia atrás y se vio rejuvenecido
cincuenta años. El francés se había ido y tras cerrar la
tienda se había sentado a su mesa para trabajar sobre el
reloj. Era un trabajo de quince minutos escasos. Al desmontar
el cristal apoyó el pulgar sobre el botón y se sorprendió al verlo hundirse. Al principio no notó nada, pero pasados unos
minutos comenzó a notar un leve zumbido. Siguió trabajando y
el zumbido no cesaba. Entonces, abrió la puerta y subió la
media docena de escalones que lo separaban de la calle.
Primero tuvo una sensación extraña y después descubrió lo
que ocurría a su alrededor.
Todo estaba en suspenso. Los transeúntes parecían
estatuas, algunos de ellos aún tenían un pie en el aire y los
pájaros estaban posados en el vacío. Recorrió algunas calles
aledañas, todo y todos estaban paralizados. Parecía que el
tiempo se había detenido. En ese momento el zumbido se hizo insoportable y volvió a la tienda a la carrera. Tiró del botón
del reloj y volvió fuera. Todo había recobrado vida, las personas
continuaron su camino y los pájaros sus vuelos.
Dionisio no se lo podía creer. En la puerta de su
establecimiento pulsó de nuevo el botón y esta vez fue testigo
de como paraba el tiempo. Volvió a tirar del botón y la vida
reanudó su curso. Extraño aparato, pensó. Al día siguiente
el reloj estaba reparado y Dionisio esperaba que el
francés viniera a por él. Pasó un día, dos, tres, una semana,
dos, un mes, y Dionisio tuvo que admitir que el dueño del
reloj no volvería a por él.
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