La Mano Negra

   
 


 

 

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 Capítulo 1


        Llevaba años callando, soportando toda clase de abusos. Y según iban pasando los años, aún soportaba más abusos. En el colegio, a pesar de ser más alto que la media veía como los demás chicos lo desafiaban por ese único motivo. Entonces, debía pelear para no ser tratado como un marginado. Viendo que era difícil humillarlo, los chicos, al ir creciendo, lo atacaban, primero en pareja, después en grupo. Vamos, que los que se atrevían no eran muchos. Pero a pesar del número no conseguían su objetivo, que no era otro que el de vejarlo.

Tras su época de estudiante comenzó la laboral y aquí también encontró personajes dispuestos a hacerle daño. Si podía cambiaba de empresa dejando atrás los conflictos. Aunque la mayoría de las veces se iba mordiéndose la lengua. Otras veces no había posibilidad de cambio, o el ataque era tan repentino y él tan joven que explotaba arrasando todo a su paso. Después, quedaba como el malo de la película para todos. Y aunque esas ocasiones eran menos, tras soportarlos un tiempo, terminaba por marcharse.

Tenía muchos amigos de los de tomar cervezas, pero los auténticos brillaban por su ausencia. Así que no podía apoyarse en nadie y solía terminar solo. En esos momentos la sensación de abuso, injusticia e indefensión crecía. Y como él decía : la pelota engordaba.

Pasados algunos años comenzó a achacarlo a ciertas personas y éstas debían ser castigadas. Pero las fuerzas divinas no castigaban, sino todo lo contrario y su fe se fue resintiendo. Si nada sucedía y estas personas seguían con sus abusos e injusticias alguien tendría que hacerles pagar. Y un alto precio.

La Mano Negra. Así se definía a sí mismo. La Mano Negra. Tal era el apodo que había adoptado. Sonreía al recordar como de pequeño, cuando algún incidente casero sucedía y sus padres les preguntaban a él y a su hermano quien era el culpable y ninguno de ellos quería delatarse, se quedaban callados. Entonces, veía como sus padres siempre aludían a La Mano Negra. Para él era un personaje que pasaba desapercibido, que cometía sus fechorías a su antojo y que a pesar de ser culpable nunca recibía castigo alguno. De ahí que hubiera adoptado ese nombre. Porque ese quería ser él, La Mano Negra que hiciera pagar a todos esos cabrones por las tropelías cometidas.

La pelota fue engordando con el paso de los días, de los años y ésta, cada vez lo empujaba un poco más, hasta que terminó por reventar. No era una persona tonta, sino todo lo contrario, era más inteligente que la media y por eso se puso a planear toda la serie de acontecimiento que sucedería a continuación.

Todo empezó un día de primavera. El sol brillaba como nunca, el cielo era azul celeste y estaba limpio de toda nube. No había brisa y hacía un calor infernal. Esto era justo lo que le gustaba, estaba en su salsa La Mano Negra. Era domingo, las gentes daban un paseo con sus hijos, compraban el periódico en el quiosco o se sentaban en alguna terraza a tomar una cerveza.

 Él, intentaba pasar desapercibido, para su plan lo mejor era ser invisible, al igual que La Mano Negra. Estaba esperando y por fin apareció la persona que aguardaba. Era un tipo alto, de pelo moreno, ojos negros, nariz recta, labios finos y tez morena. Era bastante atlético y paseaba por la vida un aire altanero que despreciaba. Vaquero Armani sin una arruga, polo Lacoste y mocasines negros brillando al sol, así venía, sin preocupación alguna.

Desde su puesto de vigilancia La Mano Negra lo observaba. ¡Qué odio le tenía! Hubiera querido verlo muerto ahí mismo, sin embargo, eso solo era cuestión de tiempo. Se puso a caminar por delante de él, su víctima no se dio cuenta de nada. Compró el periódico y fue derecho a su cafetería habitual. Entró, se sentó en un taburete en la barra y pidió una cerveza. Parecía estar esperando a alguien.

Desde la esquina de la barra, La Mano Negra lo observaba. Si alguien lo hubiera mirado en ese mismo momento se habría encontrado con un rostro desencajado que reflejaba un odio profundo mezclado con ira y todo eso no era nada bueno. Pagó su bebida y dijo al camarero señalando a su víctima:

      – Cóbrese también lo de aquel señor.

      – ¿José Luis? – preguntó el camarero tras mirar a la persona que le señalaban.

      – Sí.

Éste se cobró y se acercó hasta el susodicho.

      – Está invitado, aquel señor ha pagado lo suyo – dijo con el pulgar hacia La Mano Negra.

José Luis Ansorena López miró hacia a su izquierda y enseguida reconoció al personaje que ya se acercaba a él.

      – ¡Hombre...!

      – ¿José, qué tal andas? – preguntó el desequilibrado cortándole la palabra.

      – ¿Bien y tú?

      – Bien..., yo siempre ando bien.

      – ¿Pero, qué haces por aquí?

      – Estoy esperando a una amiga.

      – ¿Pero..., tú no tenías...? No he dicho nada, eso a mí no me importa.

      – ¿Tú vives por aquí, no?

      – Sí, ¿no lo sabías?

      – Algo me habían comentado – dijo mintiendo descaradamente y se terminó su cerveza de un trago.

      – Déjame invitarte – dijo José Luis.

      – ¿Por qué no?

Tras pedir al camarero, José Luis dijo:

      – Pensaba que estabas enfadado conmigo.

      – Eso era antes, el tiempo lo cura todo, ves. Aquí estamos tomando una cerveza como dos viejos amigos.

      – Sí, pero la última vez que te vi parecías bastante alterado.

      – No..., no tanto, algo molesto quizás.

Hubo un gran silencio que rompió José Luis diciendo:

      – Voy al baño, vuelvo ahora mismo.

        La Mano Negra se quedó solo, miró a su alrededor y como nadie reparaba en él sacó un pequeño frasco de cristal del bolsillo y lo vertió en el vaso de su víctima. Era una mezcla explosiva, Remerón, Seconal y Valium. Un antidepresivo, un barbitúrico y un tranquilizante, esta mezcla hubiera tumbado a un elefante. Al poco tiempo José Luis volvió, cogió el vaso y se lo tomó casi por entero dejando sólo dos o tres tragos. El perturbado, muy seguro de sí mismo unos minutos antes, se acobardó. Al ver el gesto de su interlocutor creyó que había notado algo, entonces decidió huir.

      – Tengo que irme, es la hora.

      – Bueno, pues cuando vuelvas por aquí avísame y tomamos otra cerveza.

      – Vale, no hay problema.

Se encaminó hacia la puerta y salió. Pero al oír las últimas palabras de José Luis se dio cuenta de que se había asustado sin motivo, así que se quedó por el barrio.

Mientras, José Luis se había terminado la cerveza y pedido otra. Rápidamente comenzó a encontrarse mal, sudores fríos, estómago revuelto, vértigos, palidez. El camarero se dio cuenta.

      – ¿Le pasa algo, no se encuentra bien?

      – Pues la verdad es que no estoy nada bien, no.

      – Debería irse a casa.

En ese momento pasaba el dueño y tampoco se le escapó ese rostro pálido.

      – ¿Qué te pasa José, no estás bien?

      – No, me voy para casa.

Salió a la calle, tenía la boca seca y le temblaban las piernas, sentía un gran cansancio en todo el cuerpo y tenía un poco de frío. Además, la solana del mes de junio no ayudaba. Caminó un par de manzanas y se apoyó sobre una farola para no caer. Tenía la vista nublada y prácticamente no podía ya caminar. Entonces, oyó una voz a su espalda.

***

       La Mano Negra llevaba un rato siguiendo a su presa, lo observaba desde una distancia prudente. Éste caminó un par de manzanas y se tuvo que apoyar contra una farola. Entonces decidió jugársela.

      – ¿Puedo ayudarle? – dijo.

      – Yo..., no sé..., sí...

      – Venga, lo ayudaré a llegar a su casa – le dijo mientras lo cogía por la cintura –, apóyese sobre mí.

José Luis pasó su brazo alrededor del cuello de La Mano Negra y se pusieron en marcha. Rápidamente llegaron hasta un Citroën Xsara Picasso con las lunas tintadas de negro aparcado a poca distancia. Su dueño abrió el portón trasero y tumbó al hombre que estaba ayudando. José Luis estaba deseoso de llegar a su casa para poder tumbarse en su cama y dormir un buen sueño. Así que en cuanto se vio tumbado, cerró los ojos y se quedó dormido. La Mano Negra se puso al volante, miró hacia atrás y vio a su primera víctima durmiendo, arrancó el coche y salió de allí.

 

Capítulo 2

 

Doña Carmen paseaba a su perro todas las mañanas antes de irse al trabajo. El perro, una mezcla de pastor alemán, pastor belga y perro de las nieves, estaba deseando que llegara la hora, le encantaba la calle. Doña Carmen vivía en Rivas-Vaciamadrid, una pequeña localidad al suroeste de la capital y distante de quince kilómetros de la Puerta del Sol. Ese día, como cualquier otro salieron a la calle, cruzaron la avenida de Covivar y entraron en el parque Montarco. A esta hora tan temprana se atrevía, por la poca presencia de personas, a soltar al perro. Y es que alto, musculoso, pelo largo y color canela, además de ladrar a todo aquel que no le gustaba, el animal asustaba a cualquiera. Así que siempre lo llevaba con correa. Bruno, tal era el nombre por el que atendía el animal, comenzó a corretear y olfatear a su antojo, así llegaron al lago. Recorrieron la ribera unos minutos hasta que Bruno se topó con un montón de ropas sucias flotando a poca distancia de la orilla.

La dueña, que lo seguía de cerca, llamó a su mascota para que dejara los ropajes, pero éste ni se inmutó. Siguió olisqueando desde la orilla. Entonces, fue hasta él. De camino le pareció que también flotaba una peluca morena. Cogió al animal y le puso la correa, echó una última mirada al agua y se quedó petrificada. Del montón de prendas también sobresalía una mano y no era una peluca, sino una cabeza. Se quedó paralizada por espacio de diez segundos, entonces, salió de su letargo y tuvo que reconocer que había un cuerpo en el agua.

Salió corriendo, cruzó la avenida de Covivar, esta vez a la carrera y entró en un bar cercano a su casa.

      – Carmen, ¿pero qué te pasa, parece que has visto un fantasma? – dijo el dueño al verla aparecer tan alterada.

      – Hay un cuerpo..., esta muerto...

      – ¿Un muerto, dónde?

      – En el parque..., el agua...

      – ¿En el lago?

      – Sí.

      – Llamaré a la policía, pero tómate esto mientras – le puso a la mujer una copa de brandy y se fue al teléfono.

Doña Carmen se la tomó de un trago.


***

Ángel Fernández Parro llevaba veinte años de inspector de la policía nacional. Había resuelto algunos casos, pero de poca importancia, aunque eso sí, era un policía concienzudo. Así que cuando su jefe le dijo que lo ponía sobre un caso de muerte violenta, no le pareció algo excepcional, sino un caso más.

Ángel era un tipo alto y muy delgado, tenía cuarenta y siete años, pero parecía tener diez más. Su rostro tenía tantas arrugas que podía haber pasado por un trabajador del campo fácilmente. Llevaba el pelo gris algo largo. Los ojos marrones un poco hundidos, la nariz ganchuda y los labios finos se dibujaban sobre un rostro alargado. Su mentón prominente indicaba un temperamento voluntarioso. Pero daba la sensación de soportar un enorme cansancio.

Llamó a su compañero, Jesús Arias Conde. No llevaban mucho juntos, desde que su antiguo compañero se había jubilado. Hacía de eso dos meses. En contrapartida, le habían colocado a este jovenzuelo de veintiséis años que sólo pensaba en la juerga. Alto, musculoso, bronceado, pelo negro largo, ojos del mismo color, nariz griega, labios ligeramente gruesos y risueño, así era él. La definición de su persona para las mujeres sería simplemente: encantador. Ni que fuera un caniche.

     Encendió un Ducados, le lanzó las llaves del coche a su compañero y le dijo:

      – Vamos Jesús, tenemos un nuevo caso en Rivas.

Éste se levantó de su mesa a regañadientes. Bajaron los dos pisos que los separaban de la calle y salieron del cuartel de la policía nacional del barrio de Moratalaz. Se montaron en un Citroën Xsara azul marino y se dirigieron a la carretera de Valencia.

Normalmente Ángel conducía, nunca dejaba que su compañero lo hiciera eso demostraba quien de los dos tenía el mando. Y él, como inspector más antiguo, tenía el mando. Pero hoy todo era diferente, tenía una sospecha con su mujer que no lo dejaba tranquilo y  no dejaba de darle vueltas.

El tráfico en sentido Valencia iba bien, en cambio de entrada a Madrid era más bien caótico. Quince minutos más tarde Jesús aparcaba el coche cerca del parque Montarco. Se bajaron y fueron derechos al lago. El cielo empezó a cubrirse. De camino se cruzaron con el juez, una mujer con la que Ángel había trabajado en otros casos. Éste la saludó con un ligero movimiento de cabeza al que ella respondió del mismo modo.

Llegaron hasta la cinta custodiada por un agente y la cual restringía el paso. Le mostraron sus placas, éste se borró y entraron al espacio delimitado. Desde donde estaban veían un grupo de policías atareados alrededor de una manta de plata muy cercana al agua, allí se dirigieron. De camino los adelantó un furgón funerario del ayuntamiento de Madrid.

      – ¡Hombre Ángel! – exclamó un tipo bajito con una cabeza enorme y totalmente desproporcionada para el cuerpo que tenía.

      – ¿Juan, qué tal estás, te han asignado el caso?

      – Pues sí. ¿Es tu nuevo compañero? – preguntó señalando a Jesús.

      – Sí – hizo las presentaciones –, Jesús, Juan, médico forense – los dos hombres se dieron la mano.

      – ¿Has visto el cuerpo? – preguntó a Ángel.

      – No, acabo de llegar. ¿Quién es la víctima?

      – No se sabe, estaba semi desnudo y sin documentación tirado en el agua.

      – ¿Causa de la muerte?

      – Así a primera vista yo apostaría que ha muerto desangrado. Aunque también tiene bastantes hematomas, la autopsia nos lo contará todo. ¿Quieres verlo?

      – Sí.

En ese momento los trabajadores de la funeraria introducían el cuerpo en el furgón funerario para llevarlo al instituto anatómico forense.

      – ¡Un momento! – dijo Juan. – Déjenos echar un último vistazo.

Los operarios se pararon en seco con el cuerpo en la camilla a medio introducir. Los tres hombres se acercaron. Uno de ellos abrió la cremallera para que pudieran ver al muerto. Apareció un hombre moreno, rondando la cincuentena y bastante atlético. El rostro estaba limpio de todo golpe, sólo tenía un ojo reventado. En cambio, del cuello para abajo, hematomas y heridas se sucedían. Debido a que había estado en el agua el cuerpo estaba bastante limpio y dejaba ver las cuchilladas. Eran pequeños cortes de menos de dos centímetros.

      – Está bien – dijo Ángel.

Los operarios cerraron la bolsa y terminaron de guardar el cuerpo para poder llevárselo.

      – Quiero que me hagas un informe en cuanto antes.

      – No te preocupes por eso – contestó Juan.

Se encaminó hacia uno de los policías que buscaba pistas por el lugar.

      –  ¿Han encontrado algo interesante por aquí? – preguntó Jesús.

      – No, parece que ésta no es la escena del crimen, sino que fue trasladado hasta aquí.

      – ¿Qué te parece? – preguntó Ángel a su compañero.

      – Un sádico, un psicópata, quien sabe. No creo que sea un ajuste de cuentas.

      – Eso parece.

Los dos inspectores estuvieron dando una vuelta por la zona y como no había nada que sacar de allí decidieron retirarse hasta tener los informes. Mientras, se dedicarían a la búsqueda de la identida del muerto. 

 

 
 

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