En memoria de un nombre: Vico

   
 


 

 

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I


            El 1 de julio de 1939, dos meses antes del inicio de la segunda guerra mundial, nació en Malakoff, una pequeña localidad al sur de París, Georges Vico. Fue el único hijo de una pareja originaria de Córcega. Sus primeros años fueron muy duros debido a la guerra, pero a pesar de esa circunstancia se crió como cualquier otro niño de su época. No tuvo muchos estudios, al quedarse huérfano de padre con once años tuvo que dejar el colegio para ayudar a su madre. Y eso lo entristeció. Él quería llegar algún día a diseñar automóviles. Algún deportivo descapotable que conduciría un hombre con una bella mujer con su larga melena rubia al viento, o quizá una limusina en la que un chófer con librea impecable conduciría a una pareja de actores de Hollywood ante un teatro repleto de incondicionales. Eso era lo que deseaba y en los años cincuenta no faltaban fábricas de automóviles en la zona sur de París. En cambio, encontró trabajo en una tienda de ultramarinos dónde hacía un poco de todo. Unas veces limpiaba, otras repartía con la ayuda de un carro de mano y otras veces atendía a las clientas. Trabajaba muchas horas para traer a su madre unas pocas monedas y en sus ojos podía verse una llama de desesperación.

            Unos años más tarde, cuando contaba los catorce años, vinieron a vivir con ellos unos tíos y primos por parte de su padre. Enseguida Georges hizo una gran amistad con su primo Lucien que era de su misma edad. Lucien llegaba directamente de Córcega y se quedó maravillado por la capital. Era un chico casi tan alto como su primo, pero era mucho más insignificante. Su pelo era corto y castaño y lo llevaba peinado hacia delante, sus ojos eran también castaños, su nariz recta y su boca pequeña. Nada destacaba en él, pasaba totalmente inadvertido. Mientras Georges trabajaba, su primo se hizo amigo de los chicos del barrio. Eran unos golfos y maleantes, y su madre le prohibía a Georges que hablara con ellos, no quería que lo influenciaran.

            Una noche que volvía de la tienda se encontró con la pandilla. En aquella época Malakoff era la ciudad más joven y pequeña del departamento del Sena y aunque tenía las calles urbanizadas, quedaban bastantes descampados rodeados por unas empalizadas de madera. Al pie de uno de ellos se los encontró. Eran seis muchachos y su jefe. Félix, era un viejo conocido de Georges, era un muchacho dos años mayor que él, alto y fuerte, con el pelo moreno todo despeinado. Vestía un viejo peto del que sobresalía una camisa a cuadros sucia, estaba apoyado sobre un tramo de empalizada rota y fumaba un cigarro. Vio pasar a Georges con sus ropajes limpios, el rostro blanco y el pelo muy repeinado, entonces, lo invadió una ola de envidia y le lanzó:

      – ¡Georges!, vas hecho un pincel, ¿sigues trabajando para el viejo Bouchard?

El joven Vico pasó de largo sin contestarle. En aquel momento, Félix, dolido en su amor propio salió tras él.

      – ¿Quién te crees que eres? Sólo eres un huérfano fantoche que trabaja para un viejo asqueroso por cuatro perras.

      – Déjalo – le dijo Lucien –, es mi primo y es buen chaval.

      – ¡Tú te callas! – le espetó Félix –, ya sé quien es este gilipollas y hoy ha debido cobrar su semana, así que va a invitarnos a unos vinos.

En ese momento, Georges que nunca se había dejado atropellar por nadie se paró y se dio la vuelta.

      – No es necesario que me defiendas Lucien, sé hacerlo solo. ¡Y tú – dijo mirando a Félix –, si quieres beber vino ponte a trabajar, vago!

Los demás chicos lo rodearon y Georges vio que tendría que pelear. Eso no lo asustaba en modo alguno, no sería la primera vez. En cambio, eso era lo que le gustaba a Félix y lo que venía persiguiendo.

      – Si no quieres invitarnos tendremos que quitarte el dinero por la fuerza – dijo el jefe de la banda.

      – ¡No lo hagas! – le lanzó Lucien.

      – ¡Sujetadlo! – ordenó Félix a sus gregarios.

Dos de ellos se tiraron sobre el primo y lo sujetaron de los brazos.  El matón tiró la colilla al suelo y fue derecho a por Georges.

Él también era alto, aunque menos fornido. Se miraron a los ojos unos segundos, Félix sonrió y pudo verse unos dientes amarillos a las luces de las farolas de gas. Sin decir nada, éste le lanzó un puñetazo a la cara. Pero Georges que era un gran atleta lo eludió sin dificultad y le replicó dándole una patada en la espinilla. Un fuerte dolor subió hasta el cerebro de Félix. Sin dejarle tiempo para respirar, Georges repitió la patada, pero en la otra espinilla. El dolor se repitió dejando al pandillero muy maltrecho. El golfillo se mantenía en pie a duras penas. Viendo que tenía una gran ventaja, Georges le propinó un puñetazo, con todas sus fuerzas, en pleno rostro. El otro cayó al suelo.

      – ¡Cuidado! – gritó su primo.

Georges se dio la vuelta. Los tres matones que quedaban se acercaban hacia él. Uno de ellos se inclinó sobre su jefe para ver como se encontraba, los otros dos fueron, con aire amenazante, a por el joven Vico. Éste nunca se había visto envuelto en tal embrollo, así que decidió tomar las riendas de la lid. Esperó a que se acercaran y al igual que un relámpago se agachó y golpeó al más cercano en el estómago. El segundo golfillo le envió una patada que consiguió parar con el antebrazo, pero fue muy doloroso. Se puso en pie rápidamente, el muchacho al que había golpeado se había rehecho, pero su compañero fue el que lo atacó.

Creyendo en su superioridad le lanzó un derechazo. Georges lo esquivó, le dio un croché al hígado seguido de un puñetazo en la punta de la barbilla, repitiendo así los lances que había visto muchas veces en los combates de boxeo. Sabía que eran dos golpes ganadores. Y así fue. El matón cayó, pero en cambio el joven Vico recibió una patada en las costillas que le hizo mucho daño y lo dejó sin respiración unos segundos. Seguidamente, el segundo matón se tiró a por él y lo atrapó por los hombros. Georges lo golpeó con la rodilla en el estómago por segunda vez y lo dejó doblado. Entonces, aprovechó la ocasión que tenía delante y repitió el rodillazo, pero en el rostro. Le rompió la nariz dejándolo prácticamente K.O. Aquí terminaba la pelea.

Félix estaba de nuevo en pie. Georges lo miró, pero éste no hizo gesto alguno hacia él.

      – ¡Soltadlo! – dijo a los que sujetaban a Lucien y se acercó a Georges. – Has peleado muy bien, ¿quieres unirte a nosotros?

      – No, gracias.

      – Piénsatelo, podrías ser un buen aliado.

      – No me interesa, adiós.

A partir de ese día la banda de Félix nunca más volvió a molestar a Georges.

           

Unos años más tarde, el señor Bouchard murió y sus hijos vendieron la tienda. El nuevo dueño le dijo al muchacho que no lo necesitaba, pues tenía dos hijos que lo ayudarían. Así que el joven Georges Vico se quedó sin trabajo. Con los años se había convertido en un muchacho alto y fuerte. Tenía una mata de pelo espesa y muy negra, sus ojos eran de un azul muy oscuro y en el fondo había una sombra de tristeza. Su nariz era grande y ancha y sus labios eran muy gruesos, además era muy moreno de piel. Tenía un atractivo felino para las mujeres, pero no se veía demasiado atraído por ninguna.

Después de varias semanas buscando un empleo tuvo que rendirse a la evidencia. Tenía muy pocas posibilidades a su edad de encontrar algo en Malakoff. Recorrió las fábricas de automóviles del sur de París, pero en todas le dieron la misma la respuesta y ésta fue negativa. A sus dieciocho años era demasiado mayor para ser aprendiz o demasiado joven para encontrar algo bien pagado y lo necesitaba para ayudar a su madre. Pensó que tendría que buscar en la capital. Y así fue como se lo comentó a su primo Lucien. 

Éste había tomado el camino fácil. Seguía siendo uno de los hombres de Félix, pero ahora vestía trajes bien cortados y siempre llevaba algunos billetes de más en los bolsillos. Lucien le dijo que no era necesario que buscase un trabajo, la banda de Félix trabajaba para un gánster parisino y sacaba una buena pasta, así que hablaría con él. Georges en un primer momento se negó. Entonces, Lucien le contó lo que hacía y le dijo que pasado un tiempo, cuando hubiera ganado bastante dinero, podría dejarlo y dedicarse a lo que quisiera. Eso medio convenció al joven Vico, aunque seguía escéptico.

Así fue como se vio metido en una banda de delincuentes. Al principio se dedicaba a hacer pequeños trabajos. Acompañaba a su primo por los diferentes establecimientos que les señalaban para cobrar el precio de su seguridad. Por sus manos pasaban miles de francos y algunos de esos billetes se quedaban en ellas. La fácil ganancia de ese dinero, aunque sucio, lo embelesó y se dejó atrapar por un mundo del que siempre había huido.

Día tras día vio como Pascal Leroy, el gánster parisino, se hacía rico con sus negocios fraudulentos. Éstos abarcaban desde la extorción hasta la prostitución, pasando por el juego, los atracos, el amaño de carreras, peleas ilegales, etc. Además, estaba empezando con el tráfico de drogas que le reportaban grandes sumas.

Poco a poco la banda de Félix fue tomando una parte muy importante en la organización de Leroy. Dos años más tarde, mientras Georges no era más que un títere bastante bien pagado dentro de la banda, Félix era ya el tercer jefe de dicha organización y se embolsaba en un mes más dinero del que podía gastar en un año. Y además, era muy apreciado por el jefe.

 

 

II

 

Un día de la primavera de 1962, Georges que pasaba por un buen hijo a ojos de su madre que ignoraba todo sobre su modo de ganarse la vida, acompañó a ésta última a la agrupación de corsos de París. Se reunían el un local del distrito ocho sito en el Boulevard Haussmann. Allí conoció a Giselle Acqualla.

La muchacha tenía la frescura de una flor. Era alta y llevaba el pelo castaño claro muy largo. Tenía unos hermosos ojos color avellana, unos labios que invitaban a besarlos y un cuello delicado y blanco. Enseguida se sintió atraído por ella, se acercó y se pusieron a hablar. Así pasó la tarde. A la semana siguiente, volvió a acompañar a su madre al local del Boulevard Haussmann sin que ella se lo pidiera. Giselle estaba allí, así pues, volvió a pasar la tarde en su compañía. Al despedirse quedó en verse con la bella muchacha. Para ella había sido un flechazo. Nunca había visto un chico tan guapo y sus ojos la tenían hipnotizada. Tenía algo salvaje que la atraía como un imán y enseguida comenzaron a salir juntos.

Un domingo fue a buscarla y se fueron a un baile de la isla Saint Louis. Era un baile muy popular y concurrido y allí se reunían muchos de los rufianes de París. Llevaban ya un buen rato bailando cuando llegaron Félix y algunos secuaces, entre ellos el primo Lucien. Al verse todos se hicieron un discreto saludo. Desde la pista de baile Georges pudo observar como Félix no quitaba ojo a su novia, parecía desnudarla con la mirada. Tras el baile se sentaron a una mesa y poco después, el jefe de la banda, con la excusa de invitarlos, se sentó con ellos. Eso no gustó nada al muchacho, pero no dijo nada. Félix estuvo todo el rato hablando con Giselle e ignorando al joven Vico. Su jefe estaba tan cautivado por ella que sólo le faltaba babear. Georges vio que iba a reventar y decidió irse antes de provocar una pelea.

 

Los miembros de la banda solían reunirse en un bar del distrito cinco, en la calle de l’Estrapade. El local no era demasiado grande y estaba abierto a todo el mundo, salvo una zona pasada la barra y una cortina roja que quedaba exclusivamente reservada para los miembros de la organización. Félix estaba allí con algunos de sus gregarios tomando unos vinos. Georges apareció después de dejar a Giselle en su casa, pues estaba seguro de encontrarlo en ese bar. Y no se equivocó.

      – ¿Qué te pasa con mi novia? – le preguntó a Félix de sopetón y casi gritando nada más verlo.

      – ¿Qué te pasa Georges?, no me digas que te has enamorado de esa fulana – le contestó Félix con un tono desenfadado y burlón.

      – ¿Y si así fuera, qué? ¡Eso a ti no te importa y te haré una advertencia, mantente lejos de ella, como te acerques a un sólo metro eres hombre muerto! – gritó el joven Vico fuera de sí.

      – ¡Chicos, chicos!, ¿por qué no os relajáis un poco? – dijo Lucien intentando apaciguar –, aquí todos somos amigos.

      – ¡Mira niño, putitas como la tuya tengo quince por docena cuando quiero! – contestó Félix poniéndose en pie como un resorte e ignorando a Lucien.

Entonces, Georges, en un movimiento irreflexivo se tiró a por su jefe y le dio un puñetazo en pleno rostro. Lo cogió desprevenido y éste lo recibió de lleno.

      – No creas que me he olvidado de lo que pasó años atrás – dijo Félix tirando el vaso que aún tenía en la mano –, te lo tengo guardado y si crees que te vas a salir con la tuya, olvídate – añadió algo sonado al tiempo que metía la mano al bolsillo, sacaba una navaja y la abría.

Georges también sacó la suya y se puso en guardia. Con un movimiento rápido, Félix atacó y le hizo un corte en el antebrazo. Una mancha roja apareció a través de la fina tela de la camisa en el lugar del tajo. Los dos hombres se observaban, parecían esperar el ataque el uno del otro. Félix quiso repetir el corte al antebrazo para dañar aún más a su oponente y se abalanzó de nuevo. Pero esta vez Georges estaba más alerta y de un gesto tan veloz como el movimiento de una cobra, lo esquivó y le clavó la navaja en el estómago hasta la empuñadura. Los sicarios allí presentes se levantaron como un muelle, pero Lucien que hacía algún tiempo que llevaba pistola, sacó el arma y les hizo una señal para que se sentasen.

Félix sangraba mucho, miró su mano que había presionado unos segundos en su vientre, estaba toda ensangrentada. Pero Georges no quería dejarlo aquí, quería zanjar el asunto de una vez por todas, sabía que de no ser así algún día lo pagaría con la vida. Félix era rencoroso y si no lo había despachado hasta ahora era porque le proporcionaba beneficios, pero si después de esta pelea lo dejaba con vida, estaba firmando su sentencia de muerte. Se tiró a por él y le hizo un corte profundo en el brazo, su enemigo lanzó un grito de dolor, después, y viendo que estaba a su merced y reaccionaba muy lentamente, el corso se agachó y le cortó el tendón tras la rodilla derecha. Al no poder soportar el peso ésta cedió y Félix cayó al suelo. Entonces, Georges se tiró sobre él y le clavó la navaja en el corazón.

Georges Vico se puso en pie y miró a los hombres allí presentes. Todos estaban atónitos ante el desenlace de la pelea.

      – ¿Hay algún otro voluntario? – preguntó desafiante.

Todos se quedaron callados, incluso su primo que estaba lívido. Guardó la navaja y se dirigió a la salida. Lucien, al ver que los demás no se movían, reaccionó y se fue tras él.

      – ¿Sabes lo que va a ocurrir ahora? – le preguntó cuando lo hubo alcanzado ya en la calle.

      – No lo sé, ni me importa – contestó aún alterado.

      – Cuando el señor Leroy se entere, mandará a Claude a por ti.

      – Pues que venga, lo espero sin miedo.

      – No sabes lo que dices.

Georges se quedó callado. Su primo lo miró y añadió:

      – Tienes que hacer algo. La noticia no tardará en llegar a oídos del señor Leroy.

      – ¿Y qué quieres que haga?

      – Claude irá a tu casa…

Georges se quedó clavado en el sitio. Durante cincos largos minutos estuvo ahí quieto en medio de la acera. Los transeúntes pasaban al lado de ellos molestos por la ocupación que hacían. Al final, salió del trance y entró en el primer bar que vio.

 

 
 

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