Los perros también comen churros

   
 


 

 

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1

 

Soy un ladrón, sí, sí, soy un ladrón. Algunos se levantan a las cuatro de la mañana para hacer pan, otros salen de casa a las siete de la mañana para ir a la oficina, pues yo no tengo necesidad de madrugar porque soy ladrón y mi trabajo suele hacerse a altas horas de la noche. No es un trabajo legal, pero es el mío. Mientras los demás trabajan yo duermo y cuando duermen, es para mí tiempo de trabajar.

Soy perro viejo en esto, empecé hace ya muchos años, tenía unos siete u ochos años. Fue en el colegio y acompañado por otro niño del cual ya no recuerdo el nombre, nos colabamos en las aulas donde hacíamos nuestro agosto. Claro está, terminaron cogiéndonos y eso fue un trago amargo para mis padres.

Fui creciendo y el vicio conmigo. Porque no es que fuera una enfermedad, sino que era más bien un juego. Un juego en el que yo era el malo y siempre me había atraído ser el malo.

En el instituto continué con mis sustracciones, pero a diferencia de otros no me gustaba abusar de los más débiles para robarle su dinero o lo que fuese. A esos los esperaba en la calle y normalmente devolvían, si aún lo tenían, lo que habían sustraído a sus legítimos dueños. Al principio solía ser por las malas, pero con el tiempo lo devolvían de “buena gana”.

Yo prefería introducirme en las aulas, en la sala de profesores e incluso en el despacho del director y limpiarle lo que pudiera. Eso era todo un logro y el reconocimiento de los pocos compañeros a quienes se lo contaba.

El tiempo pasó y al tiempo que crecía sustraía cosas cada vez más costosas, hasta que comencé a robar vehículos. Los primeros fueron ciclomotores que cogía para dar una vuelta hasta que se quedaban sin combustible. Después, me dediqué un tiempo a venderlos despiezados, pero me di cuenta de que me hacía bastante popular y podía atraer la atención de la autoridad. En ese momento lo dejé de raíz.

Pasada esa época y en compañía de algunos amigos empecé a colarme en viviendas ajenas. Buscábamos el dinero, las joyas, todo lo que tenía algún valor, incluso algunos de mis compañeros registraban el botiquín por si encontraban algún medicamento susceptible de ser vendido a los drogadictos.

Tras estas visitas a los domicilios nos repartíamos los beneficios y los fundíamos. El dinero nos quemaba en las manos. Esa etapa de mi vida no fue muy larga, pues me di cuenta que no interesaba realizar estos robos en compañía. Primero porque los beneficios eran menoresy segundo, porqué llegó a mis oídos que algunos de esos "amigos" se quedaban con parte de lo que encontraban engañando así a los demás. Otro motivo era que cuantos menos testigos hubiera, mucho mejor para mí. Aprendí bastante con ellos y después me fui por libre.

Algunas veces me acompañaba un amigo que era para mí como un hermano, aunque intentaba ir solo y de ese modo no involucrarlo. Pero el bueno de Daniel siempre estaba dispuesto a echarme una mano, así pues, lo empleaba de vez en cuando. Así fue como hice de esto mi trabajo.

Me especialicé pasado el tiempo en viviendas unifamiliares. Más que entrar en los chalés de grandes ciudades prefería entrar en casas de campo, villas o palacetes aislados. Entonces, era cuando realmente estaba en mi salsa. La gente mayor creía que poniendo una vulgar alarma conectada a la línea telefónica en su palacete tenía su propiedad segura. Nada más lejos de la realidad. Cortar el cable de teléfono era la llave de acceso a sus viviendas. Algunas villas merecían la pena, tenían en algún lugar una caja fuerte que me hacía el placer de reventar. Otras, me hacían malgastar esfuerzos y eso me revolvía el estómago.

Algunas veces encontraba un caserón habitado en el que los dueños no vivían, sino que lo tenían abierto con sus sirvientes para cuando ellos quisieran aparecer. Entonces, tras un arduo trabajo de vigilancia, aprovechaba el momento propicio para colarme en su interior.

Aquí el botín era grandioso, llegando a encontrarme algunas veces cuadros de grandes pintores, aunque siempre se quedaban en su sitio. Joyas, dinero, cuberterías de plata, pequeños aparatos electrónicos eran mi botín, aquí me olvidaba de la caja fuerte, no había tiempo para ella.

 

 2

 

Un día, decidimos mi amigo Daniel y yo llevarnos unas chicas que habíamos conocido poco antes a Toledo y pasar allí el día visitando la bella ciudad. Así que el domingo nos levantamos temprano, las recogimos en sus casas y pusimos rumbo a la antigua capital del reino. Al igual que nosotros bastante gente había tenido esa idea. Dejamos el coche en un parking y nos fuimos caminando a la plaza del Zocodover.

No conocíamos ninguno de nosotros cuatro la ciudad y no sabíamos donde estábamos. Miramos a nuestro alrededor y vimos al fondo a nuestra izquierda un gran edificio antiguo que nos pareció ser una fortaleza. Después supimos que era el Alcázar. También vimos en la plaza un tren que daba la vuelta turística por la ciudad. Así que tras preguntar en un quiosco de prensa cercano donde podíamos adquirir los billetes, lo cogimos para hacer su recorrido. En el transcurso del viaje vi en lo alto de una colina, al otro lado del río, un caserón impresionante. Con el codo le di un golpe a mi amigo y cuando me miró sorprendido, le hice un gesto de mentón hacia la mansión. Éste se quedó mirándola sin hacer comentario alguno.

Ya de regreso a Madrid y después de conseguir nuestros propósitos, acompañar a las chicas a sus casas y mientras regresábamos al barrio, Daniel preguntó:

      – ¿Qué querías decir con ese gesto que me hiciste en el tren?

      – ¿Viste la mansión?

      – Sí, ¿estás pensando colarte en su interior?

      – Sí, pero no creo que sea una empresa fácil. Habrá que vigilarla porque debe estar habitada.

      – ¿Y qué quieres decir, que te acompañe?

      – ¿No quieres?

Daniel se lo pensó unos segundos.

      – De momento acepto, pero depende de como vea la situación.

      – Eso te lo puedo decir yo. El caserón nunca estará desierto, siempre habrá alguien del servicio en la casa, sólo tendremos que ser muy silenciosos y precavidos.

      – Eso me temía.

      – ¿No te apetece jugar al gato y al ratón?

      – ¿Y quiénes somos nosotros, gato o ratón?

      – Buena pregunta.

Daniel y yo nos conocíamos desde siempre, nuestra amistad comenzó en la guardería y desde entonces más que amigos nos convertimos en hermanos. Así que al día siguiente me levanté temprano, mi madre se extrañó al verme de pie a esa hora, pero no dijo nada y me preparó el café. Desayuné y me puse en marcha. Un cuarto de hora más tarde pulsaba el timbre de la casa de mi amigo. Pero como era un gran dormilón, volví a repetir mi gesto, esta vez con más insistencia. Al poco la puerta se abrió y detrás apareció mi amigo en pijama y con cara de recién levantado. 

      – ¿Eres tú Ernesto? - me preguntó.
      - ¿Quién va a ser sino? Anda vistete. 

Su madre, divorciada, estaba trabajando y él estaba solo en casa. Lo seguí hasta su dormitorio, ahí un tufo increíble me recibió con un bofetón e hizo que cayera sentado en el lecho. Aunque venía a buscarlo a menudo no terminaba de acostumbrarme. Mientras se hacía el café, fue al baño, se aseó y después se vistió. Nos tomamos un café rápido en la cocina y salimos de allí. Una hora más tarde llegábamos a Toledo.

Compramos un plano de la ciudad y nos pusimos a recorrerla, primero a pie, después en automóvil. Así pasamos el puente de La Cava y cogimos la cuesta de Piedrabuena en dirección a Los Cigarrales. Pasamos ante un gran caserón reconvertido en lujoso restaurante, después, la carretera hacía un giro a ángulo recto a la derecha. La seguimos y al fin vimos la propiedad que buscábamos. Desde ese punto no se veía el caserón, sólo podíamos ver un muro alto y que parecía grueso. Llegamos a una rotonda y dimos la vuelta.

Ese primer día no hicimos nada. Había bastante tráfico rodado a esa hora, así que regresamos a Madrid. El segundo día recogí a Daniel a las cuatro de la mañana, tenía una cara de sueño increíble, daba pena verlo. Pero se sentó a mi lado y pusimos rumbo a Toledo. Una vez en la ciudad imperial rápidamente nos dirigimos a la cuesta de Piedrabuena. Llegamos a la rotonda y metí el coche por un camino a la derecha que había visto el día anterior. Dejamos el coche camuflado tras unos arbustos y nos fuimos caminando. Cortamos campo a través y llegamos al muro por la parte trasera. Lo escalamos y fuimos rodeando la mansión de lejos buscando un buen lugar de observación.

Unos ladridos nos advirtieron de que había perros sueltos y enseguida vimos venir hacia nosotros cuatro perros.

      – ¡Serás cabrón! – me dijo Daniel sorprendido –, me podías haber avisado de esto.

      – ¡Y yo qué sabía! Súbete a un árbol, yo me subiré a otro, mejor será que no estemos juntos y lo hagamos rápido

Los cuatro perros se tiraron a por el árbol en el que me había subido, eran unos pastores alemanes muy guapos. No sabía que hacer, si los dejaba ladrar unos minutos más atraerían al personal de la finca y seguidamente a la policía. Entonces se me ocurrió para que dejaran de ladrar tirarles unas chocolatinas que llevaba en la mochila que siempre me acompañaba en mis golpes. Los perros se pusieron a comer y estuvieron callados un rato. Pero en cuanto se me terminaron otra vez se reanudó el concierto de ladridos. No podíamos estar así, íbamos a despertar a toda la casa, aunque estuviéramos bastante alejados. Le hice señales a Daniel para que se bajase del árbol y se fuera. Así lo hizo, pero en cuanto puso el pie en el suelo los canes se pusieron a perseguirlo, entonces, tuvo que repetir la operación y subir a otro árbol.

Mientras, yo me bajé del mío y me dirigí más al interior de los jardines. Uno de los perros se percató y se dio la vuelta. En ese momento estaba en un claro y aún me faltaba para llegar al árbol más cercano. El perro era bastante más rápido que yo, al ver que ganaba terreno y me alcanzaba sin que yo pudiera llegar a la seguridad del árbol me quedé quieto.

El perro, en vez de tirarse a por mí, primero me olisqueó desde una distancia prudencial al tiempo que daba dos ladridos secos, después, se fue acercando mientras seguía olfateándome. Sin temor, lo dejé hacer. Despacio, muy despacio, comencé a mover la mano y poco después lo acariciaba sin miedo. Así que me di la vuelta y me encaminé al árbol en el que estaba subido Daniel.

Estaba llegando cuando los otros tres pastores alemanes percibieron mi presencia. Debido a que uno de ellos me acompañaba sólo gruñían. Cuando estuvieron cerca, al igual que el primer perro me olisquearon y yo volví a repetir los mismos gestos. Acaricié al primero de ellos y al segundo, en cambio, el tercero, al acercar la mano me dio un mordisco. Retiré la mano rápidamente, pero demasiado tarde. Saqué un pañuelo de papel y me lo puse a modo de vendaje sobre la herida. El primer perro el dio unos gruñidos acompañados de unos buenos ladridos al que me había mordido y todo volvió a la tranquilidad. Estuve acariciándolos un rato, incluido al que me había mordido, en ese momento Daniel se atrevió a bajar.

          Acompañados por los perros buscamos un buen sitio de observación y nos acomodamos. Tendríamos que pasar ahí bastantes horas, así que intentamos pasarlas lo mejor posible. A las ocho, un hombre de baja estatura, bastante mayor y con una boina negra en la cabeza, salió del palacete y llamó a los animales...

 

 
 

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