Sin Piedad

   
 


 

 

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Sin Piedad

Eric Donegal: O como convertirse en un instrumento de muerte


 Sonny Kaplan





El azar tiene mucho poder sobre nosotros, ya que si vivimos es por el azar.

 

 

Lucio Anneo Séneca


 





Primera Parte





21 de octubre de 1980


 Estaba llorando. A mis veinte años era la primera vez que me veía en esta situación. Una realidad muy incómoda para mí. Unas enormes lágrimas resbalaron por mis mejillas, no muchas las suficientes para aclararme la situación en que me encontraba. No solía llorar nunca pero me había dejado llevar por una fuerza superior a mí sin luchar, creía que me lo debía. ¿Cómo había sido tan idiota como para dejarme atrapar de ese modo?, me pregunté. Ahora, tras el desahogo, una inmensa paz se apoderó de mí y me quedé dormido.

El despertar me devolvió a la realidad. Estaba en uno de los calabozos de la comisaría de Courbevoie. Un calabozo pequeño de apenas cuatro metros por tres con un banco de madera atornillado a una de las paredes, las demás estaban desnudas. Aunque eso sí, se hallaban llenas de grafitis y grabados cualquiera recordando las personas que habían pasado por allí antes que yo. Ahí sentado recordaba cómo me habían atrapado. Como a un zorro que perseguido por la jauría es alcanzado por ella en cuanto sus fuerzas flaquean.

No sabía cuánto tiempo había pasado. Me levanté y me acerqué a la pared de grueso cristal que me separaba del pasillo y por lo tanto de la salida. Miré a mi izquierda intentando ver la celda contigua dónde se encontraban mis amigos. Los llamé en voz baja. Fue inútil, no hubo reacción. Volví al banco y me senté. Con la cabeza entre las manos recordé como había empezado todo.

Fue Kahlil, un amigo marroquí quien nos presentó al asqueroso cabrón. Ahora estaba claro, entendía por qué nos habían atrapado tan fácilmente. El muy cabrón nos había vendido. Pero no desconfié cuando conocí al pollo. ¡Qué ingenuo soy!

      – Hola chavales, vengo con un buen amigo, Nasser – dijo Kahlil al llegar con el chivato al lugar habitual de reunión. – ¡Tiene un golpe del copón! Se trata de un súper al que podemos entrar por una claraboya del tejado, pero cuéntales tú Nasser…

      – Sí, eso es, me lo ha dicho mi primo que trabaja allí. Así que si nos ponemos de acuerdo, vamos para allá esta noche, forzamos la claraboya y entramos a las oficinas. Después…

      – ¿Y no hay alarma en esa claraboya? – le interrumpió Marc.

      – Parece ser que no. ¡Vamos que mi primo es un tío legal, si dice que no hay, es que no hay! – le replicó Nasser enojado por la duda, y continuó. – Una vez allí dentro pillamos lo que haya y después bajamos. En el súper hay una caja fuerte en la que siempre hay dinero. Normalmente está la recaudación de media jornada porque el blindado viene a media mañana y hasta que no vuelve al día siguiente la guardan en la caja. Así que hay bastante pasta, vale.

      – ¿Y cuánto hay en esa caja? – pregunté.

      – Depende de los días. Mi primo no lo sabe exactamente. Dice que podría haber entre cincuenta y cien mil francos. Como es viernes hacen bastante más caja que otros días.

      – ¡Vaya pasta! – soltamos todos.

      – Bueno, ¿y cómo abrimos esa caja? – volví a preguntar.

      – Lo primero que hay que hacer es entrar en el súper. Para hacerlo hay que entrar por el almacén, aunque hay otra puerta que da directamente a la tienda, pero esa tiene alarma. Así que destrozamos la puerta del almacén y una vez dentro rompemos la que da a la tienda y ya estamos dentro.

Nos miramos. Allí estábamos cuatro amigos de toda la vida, David, Marc, Ahmed y yo escuchando a un desconocido y bebiendo sus palabras con una sonrisa en los labios. Parecía algo muy fácil. Tremendo error.

      – Aún no nos has dicho como vamos a abrir la caja de los cojones – le soltó Marc que comenzaba a impacientarse.

      – Mi primo dice que es una caja de mierda y que la abriremos con cuatro golpes de nada.

      – ¿Sí, pues dinos cómo hacerlo? – le lanzó David desafiante.

      – La caja es vieja me ha dicho mi primo, con cincel y maceta la abrimos en un pis pas.

      – Esperemos que sea verdad – le dijo Marc –. Pero dime, ¿cómo haremos para no despertar a medio barrio con el ruido que vamos a hacer?     

      – El súper está en una zona de la ciudad muy tranquila. Os aseguro que el ruido no despertará a nadie.

      – ¿Dónde está? – le preguntó Ahmed.

      – Os lo diré si llegamos a un acuerdo.

      – ¿No te fías de nosotros? – insistió Ahmed.

      – No, puede que os dé por ir sin mí.

Ahí nos la había colado pero que muy bien. Primer gol.

      – ¿Y tu primo, qué quiere a cambio de la información? – preguntó Marc que se impacientaba cada vez más.

      – Eso es lo mejor – contestó Kahlil sin dar tiempo al soplón de contestar, parecía estar esperando la pregunta, – sólo quiere una parte de la pasta, no quiere nada de mercancía. ¿Qué os parece? Toda esa mercancía será para nosotros y con ella sacaremos una pasta gansa.

      – Y tú, ¿qué quieres? – le preguntó al delator.

      – Quiero una parte del dinero que haya en la caja, descontando lo de mi primo. También quiero una parte de lo que saquéis por la mercancía.

      – ¿No te parece mucho?

      – Con un diez por ciento de lo que saquéis por la mercancía me conformo.

      – Hecho – le dijo Marc que al igual que nosotros pensaba que lo estafaríamos con la mercancía y no recibiría el diez por ciento, sino bastante menos.

Nos había metido otro gol por toda la escuadra, ¿así cómo dudar de él? 

      – ¿Qué hacemos, chicos? – nos preguntó Ahmed si bien su sonrisa no dejaba lugar a dudas.

      – Por mí, vale – dije yo.

      – Venga vamos – contestó David. – ¿A qué hora es la movida?

      – A eso de las dos de la mañana creo que es buena hora – replicó Nasser –. Quedaremos media hora antes. Ya le diré dónde a Kahlil. ¿Conseguiréis una furgoneta?

       – No hay problema por eso – dijo Ahmed. – ¿Quieres algún color en particular? – añadió al tiempo que enseñaba todos sus dientes en una gran sonrisa.

El chivato sonrió también y así quedamos.

Aún nos veo saliendo a la carrera por el tejado para dejarnos caer en las redes de la pasma.

¡Qué rabia, pero qué rabia me roía por dentro! Si hubiera tenido al chivato cabrón a mano lo habría molido a palos. Además, sólo de pensar que mi padre descubriría que su hijo había sido detenido más furor me daba aún. Sin embargo, lo que más escocía mi amor propio era que mi padre iba a saber que su hijo no era más que un vulgar delincuente.  Seguramente pensaría que era un personaje inmoral y sin escrúpulos. Un ladrón. Y tendría toda la razón.

Estaba solo en esa celda con mis pensamientos. Me habían quitado la cartera, el cinturón, todo lo que pudiera ser utilizado como arma blanca y eso me daba igual. Pero lo que no llevaba nada bien es que también me habían quitado los cordones de las deportivas y eso me hacia andar de mala manera para no perderlas por el camino. Un poco como un pato.

Al cabo de un rato indeterminado, ya que no tenía reloj ni podía calcular el tiempo discurrido desde mi llegada a la comisaría, se abrió la puerta, se asomó un policía y me dijo:

      – Sígueme, te van a interrogar.

      – ¿Quién quiere interrogarme si puede saberse?

El policía no me hizo caso alguno, me puso las esposas sin yo oponer resistencia y me sacó de la celda.

Al salir miré en el calabozo contiguo, estaba vacío. Me había quedado solo. ¿Dónde estarían los demás? ¿También los estarían interrogando? Pensaba todo eso mientras recorríamos un largo pasillo. Llegamos al final y desembocamos en una gran sala cuadrada. A mi derecha había una mesa larga con dos bancos igual de largos, uno a cada lado. Detrás, un pasillo iba no sé dónde. A continuación de la mesa unas escaleras subían y bajaban. A mi izquierda había un largo mostrador de madera como el de los bares, pero sin el grifo de cerveza, detrás del cual dos policías medio dormían. Acto seguido venia la puerta de la calle, salvadora.

Aunque los cristales eran oscuros para no ser visto desde fuera se adivinaba la oscuridad de la noche. La gran sala estaba muy tranquila. No hay mucho trabajo esta noche, pensé. Al ver que ralentizaba el paso el policía tiró de la cadena que unía los grilletes y por la cual me sujetaba.

      – ¡Vamos hombre!, que no te va a comer nadie – me dijo el tío tonto. Si se creía que tenía miedo de algo se equivocaba. Aún en una situación tan delicada, al no tener antecedentes penales y ser mi primera detención, podía salir bastante bien parado.

Subimos las escaleras, giramos a la izquierda y enfilamos un pasillo. Pasamos uno, dos, tres y cuatro puertas que se situaban a ambos lados del corredor. En la quinta mi amigo el policía golpeó levemente.

      – ¡Pase…!

Entramos y esa fue la primera vez que vi a Henri Charles. Estaba solo, de espalda, mirando por la ventana la oscuridad de la noche al tiempo que fumaba un cigarro.

      – Siéntate – me dijo el policía.

Entonces se dio la vuelta y pude verle la cara. Era bajito, medía un metro sesenta aproximadamente, también era bastante gordo y corto de piernas. Su cabeza era redonda como una bola, tenía una nariz prominente y muy ancha. Sus ojos eran pequeños y estaban hundidos. Las orejas eran grandes y algo despegadas. Intentaba taparlas con el pelo pero no lo conseguía del todo porque al pobre hombre no le quedaba demasiado. Llevaba una perilla mal recortada alrededor de una boca pequeña que dejaba entrever unos dientes amarillentos del tabaco. Vaya policía más feo y más mal hecho, pensé, éste no debe correr detrás de muchos delincuentes.

      – No lo esposes a la silla. Déjaselas como están y vete – le dijo al agente que me había traído.

El hombre salió de la estancia sin replicar. Henri me miró un rato sin decir nada, juzgándome creo. Después, se puso a hablar en tono suave y cálido.

      – ¿Fumas?

      – Bueno, si me da un cigarro se lo agradezco – dije.

Pasado el primer momento de duda le pregunté:

      – ¿Por qué es amable conmigo? Primero las esposas y ahora me da tabaco.

Henri Charles sacó un paquete de cigarros del bolsillo de su americana sin contestarme. Pall Mall sin boquilla. No era mi marca pero los había fumado peores. Me puso un cigarro entre los labios y me alargó el mechero para encenderlo. Después de dar unas bocanadas añadí:

      – Gracias, pero no entiendo porqué es simpático conmigo. Si ni siquiera me conoce. ¿Quién es, el poli bueno?

      – Estás muy equivocado chico, te conozco muy bien. – me replicó tras unos segundos observándome en silencio. – Déjame decirte que no soy ningún poli bueno. Me llamo Henri Charles y llevo varios meses siguiendo tus hazañas y las de tus amiguitos. ¿Quién crees tú que te ha traído hasta aquí…? Pues yo mismo – se contestó pasados un par de segundos. – He montado todo este embrollo para atraerte hasta mí. Porque me imagino que por las buenas no estarías aquí, ¿verdad?

Me quedé atónito. Mi sangre se había helado y creo que hasta mi corazón había dejado de latir en mi pecho un par de segundos. ¿Sería verdad? Lo más probable es que así fuera. Veía que mis sospechas eran ciertas, el hijo puta de Nasser nos había vendido. Parecía tener mucho poder este poli. Y en cuanto a Nasser, estaba muerto. Cuando le pusiera las manos encima iba a recibir la paliza del siglo.

      – Ha acertado – contesté con toda la desenvoltura que pude, – tengo alergia a las comisarías, apestan.

      – Mira chico, no seas insolente, tengo aquí lo necesario para enchironarte una buena temporada. Así que escúchame bien y no te hagas el duro, que los he visto bastante más que tú. Si soy amable contigo y no te encierro de inmediato es porque tienes cualidades. Quiero ficharte para mi equipo, pero antes de continuar he de decirte que no soy un policía cualquiera. Pertenezco a un cuerpo especial del estado.

      – Todo eso es muy bonito, pero no sé si se ha dado cuenta, juego en el bando contrario.

      – Vamos a ver… – dijo Henri Charles algo molesto.

Se sentó tras el escritorio, abrió una carpeta en la cual no había reparado y se puso a leer.

      – Te llamas Eric Donegal, vives en Courbevoie, avenida Chateau du Loir, 35 con tu padre que es viudo. Padre irlandés y madre francesa. Ella murió de enfermedad cuando apenas tenías cuatro años. Tus mejores amigos son: David Pichet que fue vecino tuyo algunos años y os conocéis desde el colegio; Marc Merzzario de origen italiano, también lo conoces desde el mismo colegio y Ahmed ben Asri, argelino. No lo conoces desde tan antiguo pero hacéis muy buenas migas con él y siempre estáis juntos. Con ellos sueles dar tus golpes. ¿Quieres que siga?

      – Es cierto que sabe algunas cosas sobre mí, no me extraña, si es del gobierno lo tiene fácil – solté con el tono más sereno que pude ya que estaba algo grogui debido a sus revelaciones.

      – ¿Tú verás? – me lanzó, – si aceptas mi proposición me olvidaré de todo, incluido de tus amiguitos. Si no, al talego unos cuantos años, ¿qué te parece?

      – No creo que vaya mucho tiempo a la cárcel, no tengo antecedentes penales. Así que un pequeño tiempo a la sombra a costa del estado no me vendrá mal.

      – No seas ingenuo chico. La cárcel no es buena para nadie y si crees que va a ser por poco tiempo estás equivocado. Tengo bastantes cosas sobre ti y tus amigos – siguió leyendo. – Aparte del robo al supermercado de esta noche tengo lo del almacén de aparatos de video, el caso de la tienda de ropa del centro comercial, la cafetería de La Défense y algunas cosillas más. ¿Quieres que te dé más detalles…?

      – Muchas cosas dice que tiene ahí – contesté pasados unos segundos de sorpresa y sin embargo otra vez me había dejado sonado con sus revelaciones, – pero no sé de qué me habla. No conozco ninguno de los casos que me acaba de contar. Soy un chico muy bueno y respetable, lo de esta noche ha sido mi primer resbalón. ¿No será un truco para obligarme a colaborar?

Henri Charles se echó una risita que significaba que no era tonto y que no lo engañaba y añadió:

      – Mira, por las buenas colaboras, por las malas vas al trullo. Pero lo peor es que tus amigos también irán y me encargaré de que crean que los has vendido. Veremos entonces cuán grande es vuestra amistad. Si eso te parece poco, te garantizo que os caerá todo el peso de la ley y si eso no es suficiente, te prometo que lo pasarás muy mal allí dentro. Por otra parte, mientras estés en prisión es posible que alguno de tus seres queridos tenga algún traspié. ¿Me entiendes? Sabes que las caídas pueden ser fatales y los accidentes están a la orden del día… ¿Ves por dónde voy?

      – ¿No se atreverá a tocar a mi familia? – solté casi gritando al tiempo que daba un salto de la silla.

      – Verás chico – dijo Henri mucho más tranquilo al ver el efecto de sus palabras habían hecho sobre mí. Se recostó en su silla y siguió hablando, tenía la partida ganada, – estás en una postura muy, pero que muy delicada. La agencia para la que trabajo es bastante especial, muy poca gente sabe de nuestra existencia. Los que creen conocernos piensan que somos simples policías y eso hace que podamos permitirnos ciertos lujos. Así que te daré un rato para que te lo pienses. Hazlo aprisa que mi tiempo es más que oro y no puedo estar perdiéndolo con un niñato. ¿Entendido?

Descolgó el teléfono y lanzó unas órdenes. Yo ya no oía nada, ni siquiera el modo despectivo en que me había llamado niñato, pues mi mente estaba con mi padre. ¿En qué lío nos había metido? ¿Qué pasaría si me negaba a colaborar? ¿Serían ciertas sus amenazas? ¿Qué hacer? Todo esto daba vueltas en mi cabeza a la velocidad del relámpago. De pronto, oí un leve ruido de pasos y unos golpes a la puerta.

      – Pasa, llévatelo a su celda y déjalo aislado. Tiene que reflexionar.

El policía me agarró de las esposas y me puso en pie. Miré a Henri Charles pero éste no me hacía el menor caso, parecía estar inmerso en la lectura de un informe.

Mi amigo el policía y yo volvimos a enfilar el pasillo, esta vez en sentido contrario. Bajamos las escaleras y justo cuando llegamos abajo dije:

      – Tengo que mear.

El policía se paró y me miró.

      – ¿No te puedes aguantar un poco?

      – Llevo horas aguantando, así que déjame mear sino me meo en cualquier sitio.

      – Bueno vamos, pero rapidito.

Rodeamos la mesa y cogimos el pasillo tras ella. Era más corto que el que llevaba a las celdas si bien también era más oscuro. Al fondo a la derecha una puerta daba acceso al servicio. Entramos.

      – Date prisa que es para hoy – dijo el policía con voz autoritaria.

Me acerqué al urinario de pared, me bajé la cremallera y me puse a pensar. Hay que hacer algo, ¿pero qué? El policía estaba justo delante de la puerta, sujetándola con su pie al tiempo que me vigilaba. Oí una voz que parecía acercarse por el pasillo.

      – Michel, te he visto venir. ¿Tienes fuego?, mi mechero se ha estropeado y me he quedado sin lumbre.

Estaba de espalda pero me imaginaba la escena. El policía que venía conmigo sacaba de su bolsillo un mechero, clic, se oía a su compañero chupar del cigarro para encenderlo. Había mucho silencio. De pronto, se oyó un murmullo que fue creciendo en intensidad hasta que se convirtió en una gran escandalera.

      – ¿Qué pasa ahí? – preguntó Michel a su compañero.

      – No lo sé, voy a ver.

Se oyeron sus pasos alejándose rápidamente. Miré por encima de mi hombro.

      – ¡Y tú, date un poquito de prisa!, – me dijo Michel.

A continuación se guardó el mechero prestando más atención a lo que pasaba fuera que a mí. Salí corriendo hacía él. No se lo esperaba y me miró con unos ojos llenos de sorpresa. Entrelacé los dedos uniendo las dos manos y cuando estuvo a mi alcance le pegué un golpazo justo en la punta de la barbilla donde pegan los boxeadores para hacer el K.O. El policía aún tenía la mano en el bolsillo. Michel, mi policía, se desplomó como un saco.

Temí que su caída se hubiera oído en todo el edificio. Presté atención un par de segundos al menor ruido. Nada. No había reacción alguna. ¿Qué hacer ahora? No había tiempo que perder. ¿Quizás me pudiera aprovechar del lío que había en la comisaría? Cogí al policía de las axilas y lo arrastré hasta el interior de un wáter. Rápido, busqué, busqué y por fin encontré las llaves de las esposas. Me las quité. Desnudé al policía y me puse su ropa. No me quedaba muy bien pero después de todo, ¡qué coño!, había que intentarlo. Miré a Michel, seguía grogui, ¿pero por cuánto tiempo? Vamos rápido, me dije.

Me acerqué a la puerta, la entreabrí y miré fuera. El policía seguía K.O, esposado y amordazado con mi ropa. Más que ver oí que había mucho alboroto en la gran sala. Me encasqueté la gorra del policía y en marcha. Fui hasta la sala caminando no demasiado rápido, lo justo. Al llegar vi que un par de borrachos estaban montando un desorden tremendo. No se dejaban fichar sin poner trabas. Los policías que unos minutos antes dormitaban estaban desbordados y al igual que ellos los dos que los habían traído.

¡A la de tres, vamos allá!, me dije. Agaché un poco la cabeza y encogí todo el cuerpo intentando parecer más pequeño de lo que realmente era. Empecé a caminar en dirección a la salida con mucha tranquilidad, casi paseando. Crucé la sala y justo cuando estaba tocando la puerta oí una voz en mi espalda.

      – ¡Oye tú!, ¿qué te crees que haces?

Durante tres décimas de segundo quedé paralizado como una estatua. Después, tosí en mis manos y encorvé un poco más el cuerpo procurando parecer aún más pequeño para pasar desapercibido. Miré por encima de mi hombro en dirección a la sala esperando que varios policías me cayeran encima de un momento a otro. Pero vi que no era a mí que hablaban, nadie se percataba de mi presencia tal era el lío que se había armado con los borrachos. Empujé la puerta y salí más rápidamente de lo que hubiera querido.

      Miré atrás, nadie me seguía. A la izquierda, a veinticinco metros, unas escaleras mecánicas subían al centro comercial. A la derecha, a menos de cuarenta metros estaba la calle de Bezons. Giré a la izquierda, hacia el centro comercial y subí las escaleras de cuatro en cuatro.

Enseguida llegué a la primera altura, el aparcamiento. Miré a mi alrededor y vi un Renault cinco a unos cincuenta metros de distancia que me decía: ven, estoy aquí para que escapes. Corrí hasta él y le di una patada al bombín del portón trasero. Éste se hundió quedando abierto. Me colé dentro, tiré del seguro de la puerta del conductor, rodeé el coche y me senté al volante. Tardé en romper el seguro del volante y hacer el puente tres minutos que me parecieron una eternidad. Una planta más arriba una de las barreras de entrada llevaba varios días rota, por ahí desaparecí en la noche.

Me reía. Mi risa era histérica y nerviosa pero también de satisfacción por la jugada que le había hecho a la pasma. Estaba temblando, me temblaban manos y piernas y eso influía en mi manera de conducir. Conducía despacio, demasiado despacio. ¡Espabila hombre!, me dije para serenarme y funcionó. Di un gran rodeo, callejeando, vigilando siempre por los retrovisores. Alerta. Me tranquilicé un poco y mi conducción se volvió más segura.

Mis amigos y yo ocupábamos una casa deshabitada y destinada a ser derruida a pocas manzanas del centro comercial. El barrio estaba siendo demolido y cada día que pasaba quedaban menos casas. Allí me dirigía. Después de dar ese rodeo y no haber visto ningún vehículo sospechoso detrás de mí aparqué el Renault cinco y me fui andando. A unas dos manzanas había un descampado que daba a la parte trasera de la vivienda, por ahí llegué.

La casa tenía en la parte trasera tres alturas. Llegué a lo que en la parte delantera era el sótano. Miré hacia arriba, en el primer piso se veían unas ventanas enrejadas, era la planta baja de la parte delantera. En ese lado el primer piso era la segunda planta que estaba viendo en este momento. Una terraza recorría toda la construcción. A esa terraza daban las ventanas de dos habitaciones y la cocina, lugar habitual de reuniones. Y en ese preciso instante estaba iluminada. Cogí una piedrecilla y la lancé contra los cristales. Tuve suerte y acerté a la primera. Acto seguido se apagaron las luces. Silencio absoluto. Oscuridad impenetrable. Esperé. Al cabo de unos minutos que me parecieron infinitos oí una puerta abrirse muy despacio para no hacer ruido. Aunque tuve dificultad para verlo adiviné una cabeza cuando asomó por la terraza. Era Ahmed.

      – Ábreme Ahmed – dije suficientemente alto para que me oyese.
     

      – Ahora mismo bajo – contestó.

Después de unos segundos distinguí unos pasos en el interior de la vivienda y seguidamente se abrió la puerta.

Ahmed era un tipo simpático, enseguida fue uno de los nuestros. Tenía diecinueve años, uno menos que yo y eso no fue obstáculo para congeniar con él. Era alto, un metro ochenta y cinco, y delgado. Tenía la piel color aceituna, como es lo más normal en su país. Su pelo era negro y muy rizado y lo llevaba bastante corto. Sus ojos eran pequeños, negros y estaban muy juntos. Tenía la nariz algo prominente y aguileña, llevaba la cara afeitada y su boca era recta y fina. Su discurso ya después de largos años en Francia era bastante bueno pero aún seguía haciendo, de vez en cuando, algún error gramatical que nos hacía reír.

      – ¡Hombre, Ahmed!

      – ¡Eric!

Nos fundimos en un abrazo.

      – ¿Qué tal estás?, has estado bastante tiempo en la comisaría, pensábamos que te mandaban a la cárcel. ¿Pero qué haces vestido así? – preguntó al percatarse de mi vestimenta.

      – Me he escapado.

      – ¿Cómo?

      – Sí, me he escapado. Me dijo un tipo que colaborara con él que si no se cargaba a mi familia y a vosotros os metía en el trullo. Pero vamos para arriba y os lo cuento todo. ¿Los demás están aquí, verdad?

      – Sí, vamos.

Cruzamos el sótano. Estaba reconvertido en discoteca con sus luces de colores, su bola de espejos colgando del centro del techo, su barra de bar y su cabina disc-jockey. Había hasta un ropero. Subimos. Planta baja, el garaje, sucio, negro, vacío. Seguimos subiendo. Primera planta, la vivienda. A la derecha la cocina. Ahí sentados estaban David y Marc.

David y yo prácticamente nos criamos juntos. Fuimos a la misma guardería, después al mismo colegio y también al mismo instituto. Vivimos durante largos años en el mismo edificio hasta que su madre y él se mudaron. Algunas veces, siendo pequeños, sus abuelos cuidaban de los dos en ausencia de nuestros padres y había aprendido a quererlos como su fueran los míos. Éramos como hermanos. David era alto, medía un metro noventa como yo, era muy blanco de piel, llevaba el pelo negro algo largo con la raya a la izquierda y peinado hacía la derecha. Sus ojos eran marrones, la nariz chata y sobre ella reposaban unas gafas de montura metálica. Sobre el pómulo derecho tenía una verruga oscura bastante grande. Su boca era grande y sus labios gruesos. Nos dimos un fuerte abrazo. Después fue el turno de Marc.

Era el más bajito, un metro ochenta si es que llegaba, pero también era el más fuerte. Tenía una complexión más atlética que los demás. Era muy ancho de hombros y tenía dos fuertes y musculosas piernas. Su pelo era claro, casi rubio y lo llevaba siempre despeinado. Sus ojos eran color miel y estaban ligeramente hundidos y con ojeras bastante pronunciadas. Su nariz era pequeña, la boca también, sus dientes eran muy blancos y tenía la mandíbula cuadrada. Algunas veces se dejaba algo de barba pero lo normal es que estuviera siempre afeitado. Su piel era blanca y con pecas.

Después de los abrazos nos sentamos. Quisimos hablar todos a la vez así que tuve que levantarme y llamarlos al orden.

      – ¡Silencio, dejadme hablar! – todos se callaron. – Vamos a ver, ¿cómo es posible que estéis en libertad? ¿Por qué fui yo el único al que se quedaron? ¿Dónde están el cabronazo Kahlil y el hijo de puta de su amiguete Nasser?

Todo eran preguntas. El primero en contestar fue David.

      – ¿Oye, te has pasado a la pasma? – risas. – Venga fuera cachondeo, no sabemos donde están Kahlil y Nasser. ¿Qué pasa con ellos?

      – ¿Sí qué pasa con ellos? – preguntó Marc. – ¿Es que hay algún problema? ¿Vienes para detenerlos? – más risas.

      – Vale ya de tanta guasa, no estoy de humor para que os burléis de mí toda la noche. ¿Vale?

      – Nos hace gracia tu manera de vestir, ¿es una nueva moda? pero bueno seamos serios – aún más risas. – ¿Dinos, qué pasa con esos dos gilipollas?

      – No pasa nada con ellos – dije irónico, – sólo que el hijo de la gran puta de Nasser nos ha vendido a la pasma.

      – ¡Qué! – exclamaron los tres.

      – Sí, así es. El muy cabrón venía preparado, todo era un montaje.

      – ¿Y Kahlil, también está en el ajo? – preguntó Ahmed.

      – No lo sé, pero conociéndolo como lo conocemos, es muy probable que el muy cabrón haya trincado algo de pasta por vendernos. Según el tipo que me interrogó en la comisaría él mismo nos atrajo a dar el golpe.

      – ¡Cómo! – volvieron a exclamar.

      – Sí, eso dijo y lo creo. Sacó una carpeta y se puso a contarme mi vida y era la primera vez que veía a ese individuo.

      – ¿Pero quién coño es ese pollo? – preguntó David.

      – No lo sé, dijo llamarse Henri no sé qué y que no era policía. Me dejó entender que era más bien… un agente secreto del gobierno. La verdad es que hubo un momento en que se me heló la sangre. Yo no sabía qué hacer cuando me propuso que trabajara para él.

      – ¿Quería que trabajaras para él? ¿Cómo es eso? – preguntó Ahmed.

      – No lo sé – contesté, – parece saber mucho de nosotros. Hasta me sacó a relucir varios de los golpes que hemos dado. Esto es muy raro. ¿Pero y vosotros, cómo que no estáis en la comisaría?

      – Cuando llegamos – dijo Marc, – nos quitaron todas nuestras pertenencias y nos encerraron en la celda al lado de la tuya. Pero al cabo de un rato más bien corto vino un poli, nos hizo salir, nos devolvió nuestras cosas y nos dijo que nos podíamos ir. Así que le preguntamos: “¿y nuestro amigo?” y nos contestó: “no tardará en salir también”. Al pasar ante tu celda vimos que estabas tumbado en el banco, durmiendo. Así que estuvimos esperando un rato por allí cerca pero viendo que no venías, nos vinimos aquí.

      – Me parece bien pero es muy probable que este lugar no sea seguro.

      – ¿Cómo es eso? – preguntó Ahmed.

      – Mira Ahmed – contesté, – si el tal Henri ese sabe de nuestros golpes, es muy probable que sepa también de la existencia de esta casa.

      – ¿Entonces qué hacemos? – preguntó David

      – Teniendo en cuenta que sólo me quieren a mí sería preferible que os fuerais a casa.

      – ¿Estás loco, prefieres quedarte solo? Yo me quedo contigo – dijo Marc.

      – Eres un buen amigo Marc, pero sería preferible que me busque la vida yo solo, no quiero comprometeros.

      – ¿Estás tonto, no creerás que vamos a dejarte después de lo que hemos pasado juntos, no? – dijo David. – Yo no pienso dejarte. Tú pensarás lo que quieras, pero esta es mi última palabra.

      – Y no se hable más – repuso Ahmed.

      – Bueno, haced lo que queráis, ya sois mayorcitos.

      – Como muy bien has dicho es muy probable que conozcan esta casa así que propongo que durmamos un par de horas y después nos vayamos de aquí. Vamos a hacer guardia como en la mili – dijo Marc que era el único que había hecho el servicio militar –. Son las seis, yo haré el primer turno hasta y media, luego Ahmed hasta las siete, después tú Marc y por último Eric. ¿Vale?

Todos asentimos.

      – Eric, no te enfades, ¿pero por qué no nos cuentas que haces vestido de poli? – preguntó Ahmed.

Lo miré por espacio de unos segundos intentando adivinar si lo que quería era reírse de mí o estaba hablando en serio. Como me pareció que hablaba en serio les relaté brevemente mi odisea para escapar de la comisaría y el porqué de los ropajes. Al finalizar la narración todos nos reímos un buen rato.

***

Slimane Boudjima era nuestro amigo desde hacía ya varios años. Era bastante más joven que nosotros pero lo considerábamos uno de los nuestros. Es más, lo tratábamos como si fuera un hermano pequeño. El chaval tenía dieciséis años, medía sobre el metro setenta, era muy poco corpulento, muy chupado como se suele decir. Tenía el pelo negro, rizado y muy corto, su cara era redonda y en ella aún crecía muy poco vello. Sus ojos eran negros y estaban muy juntos, la nariz era chata y pequeña, la boca de gruesos labios dejaba ver unos dientes algo amarillentos y es que Slimane fumaba mucho. Cuando no fumaba un cigarro estaba fumando un porro, el tío no paraba.

Lo conocimos con catorce años y ya era un portento de la supervivencia en la calle. En esa época abríamos algunas cerraduras, nos la ingeniábamos para entrar en los lugares que nos apetecía y hacíamos nuestros pinitos robando coches, pero fue conocerlo a él y todo se aceleró de tal forma que nos convertimos en unos auténticos delincuentes.

Slimane venía de un barrio marginal que el ayuntamiento había arrasado y del cual había dispersado las familias por toda la ciudad, incluso por ciudades aledañas. El pobre chaval se crió ese entorno y claro está, se dedicó a delinquir más que otra cosa. Él nos enseñó lo que sabía y en contrapartida le dimos nuestra amistad. No fue decidido fríamente ni premeditado, nos cayó bien y lo adoptamos, punto.

Slimane me sacudía con suavidad. Abrí los ojos y me lo encontré mirándome con inquietud.

      – ¿Qué pasa? – pregunté sobresaltado.

      – La casa está rodeada de policías – me contestó de carrerilla.

      – ¿Y los demás?

      – No lo sé, estarán durmiendo supongo.

      – Pues hay que despertarlos – le dije levantándome de un salto.

En la cama de al lado Ahmed dormía a pierna suelta. Menos mal que estaría de guardia, pensé, muy buena esa guardia. Slimane se puso a sacudirlo, mientras, me fui a la habitación de al lado para despertar a los demás. Zarandeé levemente a Marc y éste se despertó enseguida de un sobresalto. En cambio David tenía el sueño más profundo y tuve que sacudirlo con menos delicadeza.

      – ¿Qué pasa? – preguntó David alterado.

      – Estamos rodeados de polis – contestó Slimane que me había seguido tras despertar a Ahmed.

      – ¿Son muchos? – le preguntó Marc siempre práctico.

      – Unos quince o así – contestó Ahmed que venía de echar un vistazo a la calle. – Acaba de llegar un coche de la secreta. ¿Serán los tuyos? – preguntó mirándome.

      – Y yo que sé – contesté irritado. ¿Slimane cómo has entrado?

      – Por la casa de al lado. Subí al tejado y salté a la terraza.

      – Pues eso quiere decir que podemos salir por ahí – dijo Marc.

      – O por abajo si no hay nadie – dijo Slimane.

      – Voy a ver – lanzó David poniéndose en marcha.

Poco después estaba de vuelta. Todos estábamos en el salón que daba a la parte delantera mirando a la calle entre las rendijas de las persianas.

      – No hay nadie detrás, démonos prisa y vayámonos de aquí.

Nadie se lo hizo repetir dos veces. Enfilamos las escaleras hacia abajo en silencio todo lo rápido que pudimos. Más que nada porque habíamos visto a dos polis que tras hablar con otro más y uno de los secreta se iban hacia el lateral de la casa con intención de rodearla.

***

El teniente Etienne Radot se impacientaba. Llevaba más de diez minutos esperando a la secreta y no aparecían.

      – ¿Mi teniente, seguimos esperando? – preguntó el sargento.

      – No queda más remedio Albert, tenemos que esperar a la secreta son las órdenes.

      – Me parece bien pero si están ahí dentro es posible que intenten huir.

      – ¿Pero no me habéis dicho que no se podían escapar? – preguntó el teniente Radot disgustado.

      – Eso parece. Estamos en un callejón sin salida, por delante estamos nosotros y en la parte trasera no parece que haya salida alguna.

En ese momento un Renault 18 azul marino hizo su entrada en la calle Strasbourg a gran velocidad. Paró en seco ante el pequeño grupo de policías y de él saltaron sus cuatro ocupantes a la misma vez.

      – Hola, soy el inspector Daniel. ¿Está al mando teniente? – preguntó al ver los galones.

      – Teniente Etienne Radot, así es – dijo el policía cuadrándose.

      – Muy bien. ¿Tiene la casa rodeada teniente?

      – No del todo, parece que en la parte trasera no hay salida, pero para prevenir alguna huida iba a mandar a dos agentes. ¡Sargento! – dijo dirigiéndose a su subordinado, – coja a Pierre y rodead la casa no vaya a ser que por detrás haya algún tipo de salida y se escapen.

      – A la orden mi teniente.

      – Sargento, al más mínimo incidente quiero que me avise por el walkie.

      – ¿Tiene la descripción del delincuente teniente? – preguntó Daniel.

      – Sí, se llama Eric Donegal, veinte años, blanco caucásico, uno noventa, complexión atlética, en los noventa kilos, pelo castaño claro peinado hacia atrás, ojos verdes, nariz recta más bien pequeña, boca fina, cara bastante redonda y hoyuelo en el mentón. Sin cicatrices, marcas de nacimiento ni tatuajes. Puede ir vestido de policía y es potencialmente peligroso. Esta descripción está en poder de todos mis agentes.

      – Muy bien teniente, buen trabajo.

El sargento Albert Colant y su compañero Pierre Poissons rodeaban la casa cuando de repente vieron el descampado. Los dos hombres se quedaron estáticos mirando hacia la casa. Una puerta estaba abierta. Giraron la cabeza y vieron al fondo del descampado los chicos corriendo.

      – ¡Ahí están mi sargento, voy a por ellos! – gritó Pierre.

      – ¡No!, no corra tras ellos.

Demasiado tarde, el agente Pierre Poissons echaba a correr.

El teniente Etienne Radot estaba hablando con Daniel y sus compañeros cuando de repente se oyeron unos silbidos estridentes.

      – Grsss, grsss… Aquí el sargento Albert Colant para el teniente Radot, ¿me oye mi teniente?, cambio.

      – Aquí el teniente Radot, lo recibo alto y claro. ¿Qué pasa sargento?, cambio.

      – La casa tenía puerta trasera, se han escapado. Van por l’allée Sainte Odile en dirección a la calle Louis Blanc. Es posible que tomen la dirección de La Défense. El agente Poissons va tras ellos, cambio.

      – No os separéis sargento, seguidlos a distancia, enseguida os mando refuerzos. Vamos a rodear el barrio, manténgase a la escucha, corto y cierro.

Mientras tanto nosotros corríamos sin saber muy bien donde queríamos ir.

      – ¿Vamos a La Défense? – avanzó Slimane.

      – No es mala idea – dijo David, – el barrio es muy grande y con mucha gente, nos perderíamos entre la multitud fácilmente. Lo mejor será dividirnos en dos grupos, creo.

      – Bien pensado – dije, – podríamos ir a mi casa para cambiarme de ropa.

      – Vamos a ver – dijo David tomando el mando, – Slimane, Ahmed y Marc a La Défense, coged el R. E. R e iros al subterráneo del arco de triunfo, allí nos veremos. Eric y yo vamos a hacer el cambio de ropa.

Mientras tanto, Daniel viendo el cariz que tomaba la situación decidió pasar a la acción.

      – ¡Gérard!, coge la maza y abre esta puerta – ordenó.

En apenas treinta segundos Gérard había abierto. Los cuatro hombres entraron pistola en mano.

      – ¡Serge, Alfred, abajo! Gérard conmigo arriba, ¡rápido!

Daniel subió como un rayo, Gérard en sus talones. Arriba un pasillo dividía la casa.

      – Gérard tú por la izquierda, yo me ocuparé de la derecha.

A la izquierda la primera puerta daba a una habitación vacía, después venía el salón dividido en dos por un arco y a continuación el cuarto de baño. Por la derecha lo primero era la cocina, a continuación una despensa y seguidamente dos dormitorios, pero aquí también las estancias estaban vacías. Daniel y Gérard terminaron su registro en la terraza que daba al descampado. Abajo, Serge y Alfred esperaban a sus compañeros.

      – ¿Habéis visto algo? – preguntó Daniel.

      – Nada.

      – Vamos al coche.

***

Nos habíamos separado. Mientras los demás iban a la carrera hacia La Défense, David y yo corríamos en dirección a la calle de l’Industrie donde vivía su tía Annette, vieja solterona. Él sabía perfectamente que ella no estaba así que como tenía las llaves, pues pasaba temporadas con ella, entramos. Fuimos hasta la habitación que ocupaba y abrió el armario. Mientras me quitaba las ropas del policía, iba lanzando sobre la cama las prendas con las que vestirme. Un vaquero, un suéter, una cazadora y unas deportivas. Después nos pusimos en marcha hacia el autobús que nos llevaría a la plaza de l’Étoile.

Tras su victoria en la batalla de Austerlitz, Napoleón Bonaparte mandó construir el que probablemente sea el arco más famoso del planeta. El arco de triunfo de París. Está situado en pleno centro de la plaza de l’Étoile al principio de los Campos Elíseos. Bajo esta plaza discurre un pasillo subterráneo que la cruza en su totalidad y que da acceso al mismo. Por ese corredor acceden los turistas que desean visitar el monumento y en él hay diseminados aquí y allí varios bancos para uso y disfrute de turistas y parisinos. En uno de ellos Slimane, Ahmed y Marc esperaban.

Pasado un buen rato David y yo hicimos nuestra aparición. Los tres charlaban animadamente cuando Slimane se quedó paralizado.

      – ¿Qué te pasa, tío? – le preguntó Marc al ver su movimiento suspendido en el aire.

      – ¿Veis los dos tipos con cazadoras de cuero negras que caminan a poca distancia de nuestros amigos...?, pues me da que son polis – dejó caer.

      – ¿Cómo lo sabes? – preguntó Ahmed incrédulo.

      – En realidad no estoy seguro al ciento por cien, pero he visto bastantes polis en mi vida como para saber que esos dos apestan a polis.

      – Vamos allá – dijo Marc levantándose muy decidido.

Los tres se pusieron en pie y se dirigieron hacia nosotros. Viéndolos venir no pudimos más que sonreír y felicitarnos por haber conseguido dar esquinazo a la pasma. ¡Qué buena jugarreta!, pensaba yo en ese momento. Pero cuando sólo les quedaban unos cuatro o cinco metros para llegar a nuestra altura, Marc echó a correr haciéndonos señales para seguirlo a la vez que gritaba:

      – ¡Vamos!

Como siempre hacíamos en estos casos no buscábamos a comprender qué pasaba, sino que seguíamos el ritmo de los demás, así que echamos a correr también. Cuál fue nuestra sorpresa cuando llegando a la altura de dos tipos jóvenes y vestidos con cazadoras de cuero negro que nos seguían a pocos metros, Marc, sin mediar palabra alguna, le propinó un tremendo puñetazo en la nariz al que tenía más cerca. Ésta reventó por el golpe recibido e incluso salpicó de sangre a los que estábamos más cerca. El hombre se echó las manos a la cara. La sangre le salía por entre los dedos, pero como aún no estaba grogui Marc le dio una patada en la entrepierna que terminó de dejarlo K.O.

Entretanto su compañero se había quedado clavado, no se esperaba tal explosión de violencia por parte de unos chicos tan jóvenes. Despiste que aprovechó mi amigo David para mandarle una patada justo debajo de la rodilla. Se oyó un leve crujido. La rodilla venció y el hombre quedó rodilla en tierra mirándolo atónito. Así pues, David para terminar la pelea cuanto antes, le dio un puñetazo de arriba abajo en plena sien que terminó de tumbarlo.

A nuestro alrededor se había hecho el vacío. Los turistas y viandantes que apenas dos minutos antes paseaban a nuestro alrededor se habían volatilizado. Oímos unos pasos apresurados, alguien corría. A unos quince metros las escaleras nos llevarían a la calle. Hacia allá nos fuimos a la carrera.

***

Daniel y sus compañeros habían tenido la suerte de vernos justo cuando salíamos de la calle de l’Industrie. Sospechando que pudiéramos ser dos de los escapados de la casa nos siguieron. Poco después me reconocieron, evidentemente. Al ver que nos quedábamos en la parada del bus decidieron que dos de ellos nos seguirían a pie. Claro está no nos dimos ni cuenta y por supuesto los dos tipos que nos seguían llegaron al mismo tiempo que nosotros a destino. Cuando salimos a la calle nuestros ángeles guardianes aprovecharon para avisar a sus compañeros. Pero éstos últimos tuvieron la mala suerte de entrar al subterráneo por el acceso opuesto. Bajaban las escaleras a la carrera cuando se encontraron con la escena de la pelea. Viendo la perspectiva que tomaba la contienda, ya en su tramo final, echaron a correr. Gérard se paró a socorrer a sus compañeros mientras Daniel subía de cuatro en cuatro los escalones para intentar darnos caza. Afuera nadie. Miró a izquierda, derecha, incluso recorrió algunas calles adyacentes pero no fue en vano. Nos habíamos volatilizado. Volvió sobre sus pasos para ayudar a Gérard a socorrer sus compañeros.

 

 

Los cinco corríamos como alma que lleva el diablo. La gente por la calle se nos quedaba mirando. Después de recorrer varias manzanas nos paramos para recobrar el aliento.

 

      – ¿Quiénes eran esos tipos? – pregunté.

      – Es muy probable que fueran polis – contestó Slimane.

      – ¿No estás seguro?

      – Hombre, seguro lo que se dice seguro, no estoy. Pero yo juraría que esos eran polis…

     – Es muy posible que lo sean – dijo Ahmed, – le he visto a uno de ellos la pistola.

      – ¡Mierda! Bueno son polis, ¿y ahora qué coño hacemos? – pregunté enfadado.

      – Lo mejor sería perderse un tiempo para que todo esto se olvide – dijo David.

      – ¿Y si nos vamos a algún sitio en vez de estar discutiendo todo esto aquí en la calle? – preguntó Marc.

      – No es mala idea – manifestó Ahmed.

      – Yo sé donde podríamos ir – avanzó Slimane, – el Greco sale con una tía que vive cerca de la estación de Saint Lazare. ¿Por qué no vamos para allá?

      – Bien pensado, el metro está cerca, vamos.

***

 

                                         

 

 
 

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