El Guardián - una historia de dos mil años -

   
 


 

 

Home

Presentación

Contactos

Booktrailes

Sin Piedad

La Mano Negra

Asesino

En memoria de un nombre: Vico

El Guardián - una historia de dos mil años -

=> Comentarios 10

Los perros también comen churros

El Amor a una Mujer

San Marcos

Un reloj para una vida

El Astro Rey

Visitas

Galería de fotos

 


     
 

 UNO

 

            El joven Simón pastoreaba al pie del monte un centenar de ovejas que le había confiado su padre y de las cuales se mantenía la familia. A sus veinte años era ya todo un hombre, pero hasta que no se casara con Ester, su novia de siempre, tendría que acatar las órdenes y hacer las tareas que le encomendara su viejo padre.

Era un chico alto y la túnica que llevaba puesta disimulaba a duras penas unos pectorales musculosos y unos poderosos brazos. Tenía la piel muy morena, pues pasaba prácticamente todo el día al sol. Siempre llevaba el pelo, ensortijado y con leves reflejos rubios, alborotado, en sus ojos color avellana brillaba una luz intensa y con esos gruesos labios que dios le había dado, podía atraer a cualquier chica de los alrededores de Cafarnaúm. Pero él sólo tenía ojos para su Ester.

Era el quinto de siete hermanos, tres chicas y cuatro chicos. Las chicas se dedicaban a las labores del hogar, así pues, salvo Saúl, el benjamín, Neizán y Samuel que eran los mayores y ya habían formado sus respectivas familias, siempre les tocaba salir con las ovejas a su hermano Noah y él.

Al contrario que Simón, Noah era un chico muy responsable, aunque tuviera casi dos años menos que su hermano, y siempre tenía que pararle los pies o sacarlo de algún que otro embrollo. En ese momento, y a pesar de estar a cierta distancia de él, le parecía que Simón se había quedado adormilado apoyado sobre su cayado. ¡Dichoso Simón!, pensó al tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus labios.  

Contrariamente a lo que pensaba su hermano, Simón no dormía. Ni siquiera estaba traspuesto y tampoco pensativo. Si no que estaba atento a lo que parecía, a lo lejos y viniendo del lago de Genesaret, un grupo de personas bastante numeroso acercándose a buen ritmo hacia ellos. Pasado un tiempo pudo distinguir claramente que se trataba de dos grupos. Primero venía uno compuesto por una decena de personas al cual seguía, a corta distancia, otro muchísimo más numeroso. Al fin, Simón se movió y se acercó hasta el borde del camino para ver de qué se trataba.

Poco a poco todas esas personas se fueron acercando y pudo distinguir sus rostros. La persona que abría el cortejo lo sorprendió, nunca había visto a nadie igual.

El desconocido era, al igual que él, una persona alta. Sus cabellos largos y lisos le caían sobre los hombros de un modo muy natural. Llevaba puesta una túnica de un blanco inmaculado y parecía flotar a unos pocos centímetros del suelo más que andar. Pero lo que realmente destacaba en su fisonomía eran sus ojos. Su mirada. Ésta era de una infinita bondad, una bondad que parecía no apagarse a lo largo de los siglos y para toda la eternidad. El hombre, al llegar a la altura del joven, lo miró derecho a los ojos y Simón notó un escalofrío recorrer toda su columna vertebral. Éste dejó pasar al primer grupo y sin resistirse a una fuerza invisible que tiraba de él, se unió al segundo. Desde donde estaba Noah vio la escena y se preguntó en qué lío iba a meterse su hermano esta vez.

El pequeño grupo llegó al pie del monte y sin aflojar el ritmo emprendió la ascensión seguido por la muchedumbre de la cual formaba parte Simón. Tras unos largos momentos de subida el primer grupo alcanzó la cumbre. En ese instante el grupito se paró, el hombre de la túnica blanca se volvió y sus acompañantes se sentaron a su alrededor. Al verlos, la gran masa que los seguía hizo lo mismo, ocupando así una gran franja en forma de media luna ante el pequeño grupo.

Simón, en todo el tiempo que había durado la subida, no había abierto la boca. En cambio había oído en varias ocasiones pronunciar el nombre de Jesús y también la palabra Mesías. Al ver que la multitud de la que formaba parte se acomodaba en torno a Jesús y, como supo más tarde, sus discípulos, su inconsciente lo llevó a sentarse al lado de un grupo de jóvenes de su misma edad. Pero antes de que el hombre de la túnica blanca comenzara su discurso, pregunto al más cercano quién era el hombre que se disponía a hablar. El joven escrutó su rostro sorprendido por la pregunta y le contestó simplemente:

    Jesús de Nazaret.

El silencio se hizo y todos miraron hacia arriba, a Jesús. Entonces, éste, tras mirarlos a todos durante unos minutos, abrió las manos como invitándolos al discurso, se sentó, dobló las rodillas ante él y comenzó a hablar. No forzaba la voz, hablaba como si estuviera al lado de todas y cada una de las personas que componían la muchedumbre. Sin embargo, su voz parecía proceder de sus propias mentes y la oían nítidamente.

Para Simón era como una dulce música. Al igual que sus padres y hermanos era muy religioso y acudía a la casa que hacía de sinagoga todos los sábados. Pero nunca había oído a ningún rabino hablar como el que tenía delante. Jesús habló de cosas que nunca había oído manifestar y mucho antes de que terminara su largo sermón, supo en su fuero interno quién era, de quién se trataba. El Mesías de dios.

Al término de su discurso Jesús y los apóstoles se pusieron en pie y comenzaron el descenso. Las gentes se fueron acercando a ellos y a lo largo de todo el camino los más decididos, así como los enfermos, no pudieron impedirse tocar el manto del Mesías. Todos ellos, gracias a su inmensa fe en él, sanaron milagrosamente.

Simón no había sido menos que los jóvenes que lo rodeaban y usando los codos había conseguido colocarse en primera fila. Poco a poco Jesús y los discípulos se acercaban. Éste al llegar a su altura aflojó el paso y nuevamente sus miradas se cruzaron. El Mesías le sonrió, iluminando así su rostro. Simón estaba un poco turbado, pero enseguida lo invadió una paz inmensa. Entonces, Jesús apresuró el paso y dejando al joven atrás, desapareció de su vista tapado por la muchedumbre.

            Cuando varias horas más tarde Simón apareció por el prado donde pastaban tranquilamente las ovejas de su padre, su hermano salió corriendo a su encuentro.

     — ¿Dónde te has metido — le dijo Noah enfadado —, te parece bonito desaparecer todo este tiempo y dejar que tenga que hacer yo solo todo el trabajo? ¿No piensas cambiar nunca Simón?

Tras unos segundos de silencio Simón abrió la boca.

     — ¡No te puedes imaginar a quién he conocido! — dijo simplemente.

     — ¿Eso es lo único que tienes que decirme?

     — Te aseguro que no he faltado todo este tiempo por gusto. Algo, no sabría describir el qué, me obligó a seguir a toda esa gente y entre ellos… — hizo una pausa y tras pensar un momento, añadió — fue él quien me obligó a seguirlo.

     — Cada día que pasa estás más loco – soltó Noah cansado por la actitud de su hermano.

     — No es eso, hoy he visto al Mesías — dijo la última parte de la frase con un hilo de voz.

     — No insistas, sigo pensando que estás loco.

     — De eso nada. Has visto a toda esa muchedumbre pasar, ¿verdad? — le lanzó enojado.

     — Sí, ¿y eso qué prueba?

     — Es cierto que no prueba nada. Pero, ¿qué crees tú que hacía tanta gente por aquí? ¿Acaso hemos visto tal multitud pasar por este lugar alguna vez?

Noah abrió la boca para contestar, pero Simón se le adelantó.

     — Nunca hemos visto nada semejante, ¿y quieres saber porqué? Porque toda esa gente seguía al Mesías. ¡Por eso!

            Noah se quedó mirando a su hermano, era bastante incrédulo a lo que le contaba, pero como no quería discutir con él no añadió nada más. A continuación miró al sol, después al suelo, y viendo la forma alargada de la sombra de una roca, dijo:

     — Volvamos a casa, ya es la hora y padre nos estará esperando.

Simón se fijó en la misma sombra, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y los dos hermanos se pusieron a reunir el ganado.

 

***

 

Aarón era el hombre más sabio y anciano de la aldea y cedía su casa de muy buen grado todos los sábados. En la sinagoga improvisada era él el que oficiaba de rabino, aunque todos los rabinos que pasaban por la aldea eran invitados a predicar.

Varios meses habían pasado desde el discurso al que se había visto arrastrado Simón en el monte, pero no por ello dejaba de comentarlo. Sus padres y hermanos estaban cansados de oírlo, pero el que no lo soportaba por más tiempo era Noah. Era el que más convivía a diario con Simón y éste a todas horas le hablaba de Jesús el Mesías. Tanto era el hartazgo que tenía, que aborrecía al personaje sin conocerlo.

Un sábado, estando la familia en plenos preparativos para asistir a la lectura de los textos sagrados, les llegó un tumulto proveniente de la calle. Sarah, la pequeña de las hermanas, y Saúl, se asomaron para ver qué pasaba. A regresar al interior, su padre les preguntó a qué venía tanto ruido.

     — Un grupo de forasteros acaba de llegar al pueblo y parece que toda la aldea se haya dado cita para acompañarlos a casa del viejo Aarón.

     — No hables así de él, es el más anciano del lugar y sólo por esa razón le debes el respeto — le recriminó su padre.

Entonces, justo en ese momento se oyó la voz de Aarón llamando desde la calle.

     — ¡Jacobo, Jacobo! ¡Sal a conocer a Jesús de Nazaret!

En el interior todos se quedaron clavados en el sitio, sólo Simón dio tal respingo que pareció haber sido picado por una avispa.

     — ¡Jacobo, me oyes! — se oyó de nuevo desde la calle.

En ese momento Jacobo salió del trance, miró a su hijo confuso y se encaminó a la calle.

            No sabía lo que se esperaba ver. Después de tantos meses oyendo a su hijo hablar del personaje aún no se había hecho una imagen clara de él. Y lo que vio lo dejó perplejo. El hombre no era diferente de cualquier otro, quizá algo más alto pero nada más.

     — Amigo Jacobo, este es Jesús de Nazaret — dijo el anciano.

Los dos hombres se saludaron, entonces Jacobo nombró a todos los componentes de su familia que habían salido tras él de la casa. Jesús los fue saludando y cuando le tocó el turno a Simón, una pequeña sonrisa casi imperceptible afloró a sus labios.

     — Jesús está de paso y le he pedido que predique en mi casa — señaló el viejo Aarón, — vayamos todos juntos.

Simón se giró hacia su hermano y le dijo de manera que sólo él pudiera oírlo:

     — Es él y ha venido.

Noah se encogió de hombros al tiempo que hacía una mueca de desagrado que no escapó a Simón, y al igual que el resto de su familia se puso en movimiento.

 

***

           

Mucho tiempo había pasado y en su mente Simón repasaba una y otra vez los acontecimientos de aquel sábado. No ocurrió nada extraordinario. Jesús les propinó un discurso diferente al que estaban acostumbrado y dejó bastante gente perpleja. Eso fue todo. Para él no tuvo ninguna palabra distinta ni siquiera un gesto. Fue frustrante. El Mesías se quedó en casa de Aarón hasta bien entrada la tarde, después, junto con sus discípulos continuó su camino.

            Ahora toda su familia se preparaba para el viaje a Jerusalén y él se preguntaba si volvería a verlo una vez más. Quizá en esta ocasión… En pocos días sería la Pascua Judía y este año su padre, que se hacía mayor, había decidido celebrarla en Jerusalén antes de que le fuera demasiado tarde. En ese momento su padre entró en tromba y lo sacó de sus pensamientos.

     — ¡Vamos!, ¿a qué esperáis, no estáis listos aún?

     — Ya estamos todos preparados — le replicó la madre y añadió, — coge esas bolsas, son las últimas.

     — ¡Simón!, ya has oído a tu madre, coge las bolsas.

Sin rechistar Simón cogió las bolsas, salió fuera donde esperaba un viejo asno ya muy cargado y le ató en los costados los dos últimos fardos. Poco después toda la familia se ponía en marcha hacia Jerusalén.

Era casi de noche cuando llegaron y enseguida se dirigieron al lugar en el que acampaban los galileos. En poco tiempo tuvieron el campamento montado y tras una cena rápida se fueron a dormir. El día siguiente sería muy ajetreado.

            Por la mañana toda la familia se puso en marcha. Las mujeres debían comprar todo lo necesario para la cena del día siguiente, mientras, los hombres se pusieron en busca de un buen cordero. Pero aquí les esperaba una sorpresa. No habían querido traer su propio animal y ahora veían que los precios no eran los mismos que en Galilea. Sino que eran mucho más caros. Estuvieron bastante tiempo dando vueltas en busca de un cordero a buen precio, incluso Jacobo, el padre, pensó en desistir, pero le pareció muy cruel. Así pues, no tuvo más remedio que resignarse. Así fue como comenzó el regateo del precio del cordero.

Tras las compras todos se reunieron en el campamento para dirigirse al templo para el sacrificio del cordero. Y es que no se podía sacrificar al animal el día de la Pascua, sino que tenían que hacerlo el día antes. Cruzar Jerusalén era una fiesta entre la alegría, los cantos y las risas. Era ya mediodía pasado cuando llegaron al templo y el primer turno de sacrificios había empezado. El sacrificio se alargaba y tuvieron que esperar entre los balidos y las estrofas del Hallel que cantaban los levitas.

Terminado el primer turno, los peregrinos comenzaron a salir y Simón pudo reconocer a algunos de los discípulos de Jesús. Con la mirada buscó desesperadamente al Mesías, pero no lo vio y la decepción se dibujó en su rostro. Parecía que los apóstoles habían venido solos. Éstos se alejaban con su cordero bajo el brazo. En ese momento y sin reflexionar, Simón echó a correr tras ellos.

     — ¡Simón!, ¿dónde vas? — le preguntó su padre.

     — Ahora mismo vuelvo, padre — gritó al tiempo que se alejaba.

            Simón corría tras los discípulos y no tardó en alcanzarlos. Pero cuando estuvo a unos pocos metros se paró en seco. ¿Qué haría ahora? ¿Les preguntaría dónde estaba el Mesías? No sabía qué hacer, así que se puso a seguirlos mientras meditaba sobre lo más conveniente. Las calles se sucedían y poco a poco se alejaba del templo. Había cruzado casi todo Jerusalén y se había propuesto regresar junto a su familia, cuando los apóstoles entraron en una casa. Durante unos minutos estuvo mirando la fachada como esperando que alguien saliera. Pero nadie salió, así que se dio la vuelta y regresó al templo corriendo. Terminada la ceremonia del sacrificio y la oración envolvieron el cordero en su piel y regresaron al campamento. Y es que había mucho que hacer. El resto del día se dedicó a los preparativos de la cena y al asado del cordero, pues todo tenía que estar listo para el día siguiente.

Simón se levantó temprano. Había decidido ir a la casa en la que vio entrar a los discípulos para ver a Jesús. Los galileos acampaban en el jardín de Getsemaní, así pues, con paso firme entró por la puerta de Susa, rodeó el templo y por el puente accedió a la ciudad alta. Fue rememorando su trayecto del día anterior y así fue como llegó ante la humilde morada.

 Temía no ser bien recibido ya que muy probablemente en la casa estarían preparando la Pascua, pero el recuerdo de la mirada bondadosa de Jesús hizo que se tranquilizara. Se puso en movimiento sin apenas darse cuenta y con asombró se vio golpear la puerta. Al no obtener respuesta insistió en su llamada y al fin le abrieron. Una chica de una veintena de años, en lágrimas, se encuadraba en el marco de la puerta. Al verlo, los sollozos remitieron y una imagen de sorpresa se dibujó en su rostro.

     — Me llamo Simón y busco a Jesús de Nazaret — dijo simplemente el joven.

Al oírlo la muchacha acrecentó sus lloros y Simón se vio obligado a rodear sus hombros con un brazo para consolarla. Al cabo de unos minutos la chica se relajó.

     — Veo que no he venido en buen momento — dijo Simón, — quizá puedas decirme dónde encontrar a Jesús, así no te molestaré por más tiempo.

La joven arrancó a llorar de nuevo y entre sollozos le dijo:

     — Jesús está preso… lo detuvieron anoche… ¿Eres un seguidor?

     — Sí… creo que soy un especie de amigo — se atrevió a decir para soltarle la lengua.

     — Los sacerdotes lo han llevado ante Herodes…

No le dio tiempo a decir más, tras esas palabras la muchacha se puso a llorar aún más fuerte y Simón decidió retirarse, pues no podía hacer nada.

            Como un sonámbulo Simón caminaba hacia el campamento de su familia. Una mano se había apoderado de su corazón y lo estrujaba con fuerza. Dos enormes lágrimas asomaron a sus ojos y resbalaron por sus mejillas. ¿Cómo era posible que el Mesías fuera preso? ¿Qué delito había cometido? Totalmente abatido llegó al campamento. Al verlo su madre le preguntó:

     — ¿Qué te pasa hijo mío?

     — Han detenido a Jesús.

     — ¿Por qué, qué ha hecho?

     — No lo sé… es una buena persona.

Al verlo tan desalentado su madre decidió dejarlo tranquilo e impidió que su hermano Saúl fuera a importunarlo.

 

***

           

Judas, el de Keriot, apenas veía a través de las lágrimas que habían asomado a sus ojos. La consternación lo llevaba a andar como un borracho y eso fue lo que lo llevó a tropezarse con un grupo de personas que esperaban para ver a los sacerdotes. Sin disculparse, pues una mano apretaba su garganta con fuerza intentando asfixiarlo, salió del templo por la puerta Hermosa, giró a su derecha hacia el Santo Monte, llegó el Atrio Regio, lo cruzó y bajó por la escalinata a la ciudad baja. ¿Cómo había sido tan ruin como para entregar a su maestro? Él y Jesús no coincidían en la manera de liberar al pueblo de Israel, pero de ahí a llegar a su muerte… Y de eso se había percatado demasiado tarde.

Deambulaba sin rumbo, sólo se limitaba a poner un pie delante del otro. En un momento dado apareció una leve sonrisa en sus labios, pero no por eso dejó de lamentarse. Les había lanzado a los sacerdotes las monedas a la cara, les estaba bien empleado. Porque aunque hubieran guardado las leyes para poder condenar al maestro, sabían muy bien que no era merecedor de la pena capital. Eso lo entristeció aún más. Y esa presión que notaba en el cuello se recrudeció.

            Sin darse cuenta salió de la ciudad por la puerta de las Aguas, siguió caminando sin rumbo un tiempo y entró en el campo del Alfarero. Subió un pequeño montículo y una sombra atrajo su atención. Era un árbol rodeado por rocas grises, algunas con algo de musgo, medio enterradas. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Lentamente se quitó el cinturón y lo ató a una rama. Después, buscó una piedra que pudiera utilizar de escalón. La acercó hasta el árbol, se subió y después se pasó el cinturón al cuello. Todo eso lo hizo como si fuera un autómata, o mejor, como si hubiera sido un mero espectador de su propia muerte. Entonces, con un pequeño impulso hizo rodar la piedra y quedó colgando.

            Judas Iscariote se balanceaba suavemente. Pasados unos minutos comenzó a nublársele la vista y su rostro tomó un leve color morado. Estaba ya plenamente inconsciente. De repente, el cinturón se rompió, Judas fue proyectado contra el tronco del árbol, rebotó y cayó de cabeza sobre una gran roca. Al golpearla se abrió la cabeza y reventó su pecho dejando a la vista sus vísceras. Judas, el de Keriot, había pagado su traición.

 

***

 

            Ajeno a todos los acontecimientos que se desarrollaban en torno a Jesús, Simón y sus hermanos Saúl y Noah habían decidido, al salir del templo tras la oración, dar una vuelta por Jerusalén. Era el momento de ver la ciudad, pues no sabían si volverían algún día. Los tres hermanos vagaban por las calles sin rumbo. Simón se engañaba pensado que no buscaba a Jesús, que sólo paseaba por las calles, pero en su fuero interno sabía que no era cierto. Casi de manera desesperada ansiaba encontrárselo a la vuelta de cada esquina.

            Saúl llevaba un rato intentado acercarse a las cuatro torres altas que se veían desde todos los puntos de la ciudad y al fin sus hermanos accedieron. Tras ver la ciudad baja y después la alta fueron derecho hacia las torres. Cruzaron la parte llamada Tiropeón situada entre la ciudad alta y la muralla norte y llegaron a las torres por el lado este. Al tiempo que se acercaban podían oír cada vez más nítidamente un griterío. Entonces lo vieron. El camino del calvario estaba abarrotado de gente.

     — ¿Qué pasa ahí? — preguntó Saúl.

     — No lo sé — le contestó Simón, — vayamos a ver.

     — Volvamos mejor al campamento — dijo Noah, — llevamos bastante tiempo dando vueltas por la ciudad y llegaremos tarde para la cena.

     — Hay mucho tiempo aún — le objetó Simón.

     — Sí — añadió Saúl, — además padre nos ha dado su permiso para ver la ciudad siempre que no lleguemos tarde y no lo haremos.

A continuación echó a correr hacia la muchedumbre seguido por Simón. Noah no tuvo más remedio que seguirlos.

            Simón estaba estupefacto. A codazos había hecho un hueco para que sus hermanos y él llegasen a primera fila. Y ahora se arrepentía. Estaba mudo de terror. El hombre ensangrentado que subía la cuesta portando una cruz no era otro que Jesús de Nazaret. El Mesías estaba exhausto y casi no podía arrastrar el pesado fardo. Cristo cayó de rodillas y Simón no pudo reprimir un grito. Con malos modos y golpeando al hombre ensangrentado, un soldado romano lo obligó a ponerse en pie y a seguir su camino. Jesús cargó de nuevo la cruz y se puso en movimiento, pero fue por poco tiempo. Justo delante de Simón resbaló y volvió a caer. El muchacho quiso ayudarlo pero recibió un golpe y desistió. Sus miradas se cruzaron y el joven pudo reconocer la misma bondad de siempre, aunque esta vez había mucho cansancio en ella. El romano repitió su gesto golpeando sin piedad al hombre derrotado y una vez más Jesucristo se puso en marcha. Despacio, muy despacio el Mesías anduvo por espacio de una decena de metros hasta que las fuerzas lo abandonaron y volvió a besar el suelo. Esta vez fue el soldado el que ordenó a uno de los asistentes que ayudara a Jesús. A regañadientes el hombre cogió la cruz y tiró de ella. Entonces, Saúl y Noah habiéndose percatado de quien era el reo tiraron de la túnica de su hermano.

     — Vayámonos — dijo Saúl, — ahora sí llegaremos tarde.

     — Será mejor que volvamos al campamento — añadió Noah muy suavemente.

Simón estaba en lágrimas, le dolía el pecho tanto que parecía que iba a estallar de un momento a otro. No quería seguir viendo el castigo que le infligían al hombre que amaba, así pues, no se opuso y siguió a sus hermanos.

Ya con la primera estrella todos se sentaron a la mesa. La madre hizo la bendición sobre la luz y cuando hubo terminado, el padre contó una vez más la historia de cómo Dios había liberado al pueblo judío de la esclavitud y conducido a través del duro desierto a la tierra prometida. Entonces comenzó la cena de Pascua.

Simón no había oído nada. Y no era necesario, pues conocía la historia de memoria. Al igual que el resto de su familia se puso a comer. Lo hacía como un autómata, mecánicamente. Masticaba despacio al tiempo que pensaba en el Mesías. ¿Estaría muerto? Seguramente. Entre el maltrato recibido y el tiempo que había pasado desde que lo había visto en el camino de calvario, ya debía estar muerto. Entonces lo invadió una ola de tristeza inmensa. Qué muerte más horrible había tenido. Sus ojos volvieron a nublarse y tuvo que retirarse de la mesa. Su padre, viendo el estado en que se encontraba no le recriminó que se levantara sin permiso. Simón salió de la tienda y vio que a su alrededor la vida seguía. Eso lo apaciguó un poco. Se limpió las lágrimas con la manga de la túnica y recordó las palabras del Mesías. En ese momento, aún con la vista medio nublada tuvo una visión. Vio a Jesús la primera vez al pie del monte sonriéndole, después, lo vio en el pueblo ante su casa y a continuación frente a él en el calvario. La pobre sonrisa que flotaba en sus labios se borró súbitamente con la última visión. Pero entonces apareció el rostro de Jesucristo muy nítidamente ante él. No tenía herida alguna, estaba como el primer día. De repente cobró vida y se puso a hablar.

     — Eres un buen chico Simón, has creído en mí y es lo que debes hacer. Hablarás de mí a tu familia y ellos a sus descendientes y éstos a los suyos. Así hasta mi vuelta en la que todos volveréis a la vida. Ahora ves a la casa en la que celebré la Pascua y recibirás un testimonio de mí.

De pronto la visión se borró y el joven Simón se quedó ahí parado con cara de atontado. Así estuvo unos largos minutos hasta que poco a poco empezó a salir del letargo. Sacudió la cabeza para espabilarse del todo y el brillo de sus ojos se incrementó. Entonces apareció en su rostro una sonrisa feroz. Miró a su alrededor. Estaba solo, así pues, salió corriendo en dirección al aposento alto.

            Tardó muy poco en recorrer los cerca de tres kilómetros que lo separaban de la casa. Una vez allí miró la fachada y un escalofrío recorrió su cuerpo. En cuanto pasó, se acercó a la puerta y la golpeó suavemente. La misma chica que le había abierto por la mañana le abrió. La muchacha no se sorprendió al verlo, dijo simplemente:

     — Jesús ha muerto.                    

     — Lo sé, Él me envía.

     — Entra — dijo ella con total naturaleza.

Cerró la puerta tras Simón y mientras él se quedaba de pie en la entrada, la muchacha desapareció por una puerta. Apenas fueron unos pocos segundos, enseguida regresó portadora de un objeto envuelto en un trozo de tela pálida.

     — Toma, esto es lo que vienes a buscar.

El joven no se esperaba aquello y se sorprendió mucho. Tanto que se quedó paralizado.

     — ¿Quieres cogerlo? — le lanzó irritada la chica al ver su reacción.

Simón no se lo hizo repetir, cogió el objeto y sin dar las gracias salió de la casa.

 Llevaba el objeto escondido contra su pecho como si fuera el botín de un robo. Cuando le pareció que se había alejado lo suficiente, miró en derredor y al no ver un alma, sacó el objeto y lo desenvolvió. No se esperaba nada en concreto y lo que vio lo dejó perplejo. Incluso algo decepcionado. Pero si Jesucristo quería que lo tuviera quien era él para rechazarlo. Era testimonio de su vivencia.         

 
 

Hoy habia 15803 visitantes¡Aqui en esta página!

 

 
function getBrowser() { var ua, matched, browser; ua = navigator.userAgent; ua = ua.toLowerCase(); var match = /(chrome)[ \/]([\w.]+)/.exec( ua ) || /(webkit)[ \/]([\w.]+)/.exec( ua ) || /(opera)(?:.*version|)[ \/]([\w.]+)/.exec( ua ) || /(msie)[\s?]([\w.]+)/.exec( ua ) || /(trident)(?:.*? rv:([\w.]+)|)/.exec( ua ) || ua.indexOf("compatible") < 0 && /(mozilla)(?:.*? rv:([\w.]+)|)/.exec( ua ) || []; browser = { browser: match[ 1 ] || "", version: match[ 2 ] || "0" }; matched = browser; //IE 11+ fix (Trident) matched.browser = matched.browser == 'trident' ? 'msie' : matched.browser; browser = {}; if ( matched.browser ) { browser[ matched.browser ] = true; browser.version = matched.version; } // Chrome is Webkit, but Webkit is also Safari. if ( browser.chrome ) { browser.webkit = true; } else if ( browser.webkit ) { browser.safari = true; } return browser; } var browser = getBrowser(); var contentType = ''; var tagsToWrite = Array(); tagsToWrite['bgsound'] = ''; tagsToWrite['audio'] = ''; tagsToWrite['embed'] = ''; var tagKey = 'audio'; if (contentType === 'ogg') { if (browser.msie || browser.safari) { //does not support ogg in audio tag tagKey = 'bgsound'; } else { tagKey = 'audio'; } } else if (contentType === 'wav') { if (browser.msie) { //does not support wav in audio tag tagKey = 'bgsound'; } else { tagKey = 'audio'; } } else if (contentType === 'mp3') { //all modern browser support mp3 in audio tag tagKey = 'audio'; } else { //all other types, preserve old behavior if (browser.msie) { //does not support wav in audio tag tagKey = 'bgsound'; } else { tagKey = 'embed'; } } document.write(tagsToWrite[tagKey]); Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis